Antonio B. es abogado. Busca trabajo. Acaba de abandonar su empeño de sacarse las oposiciones a juez y se integra poco a poco, en una vida muy distinta a la que ha llevado en los últimos ocho años. No bebe ni fuma tabaco pero, dice con buen humor, “estoy lejos de estar limpio, los opositores nos drogamos bastante, no somos una excepción”. Según él “estar una serie de años estudiando con esa intensidad y con esa presión te desquicia. El que no lo vea, o es ciego, o no lo quiere ver. Por lo menos uno de cada tres de mis compañeros iba al psiquiatra. No al psicólogo, ojo, al psiquiatra. Es tan común que no llama la atención. Y en cuanto a automedicarse, aquello era el reino del lexatín. No te hablo ya de un examen, que es un momento de tal tensión que yo entiendo que la gente –aunque en público lo nieguen– se tome lo que sea. Yo conozco a gente que lo tomaba para estudiar, a diario”.

“El lexatín, tomado en dos o tres dosis a diario puede provocar adicción en unos dos meses”, nos indica F.M., farmacéutico en un pueblo del sur de la provincia de Madrid. “Cuando lo dejas hay que hacerlo de manera progresiva, aunque eso mucha gente no lo sabe”.

Pero no era lo único. “Es bastante habitual que se tomen fármacos que son para combatir el trastorno de déficit de atención, se tenga o no ese trastorno“, dice Antonio. Se trata –preguntamos- de los únicos medicamentos adquiribles en farmacias que a día de hoy contienen anfetamina como el Rubifén (que tienen como principio activo el metilfenidato). “Pues estamos de vuelta a mi época”, comentará después Lisa, la madre de Antonio, ya jubilada y no carente de humor: “yo me hinché de anfetas en la carrera, era muy habitual”.

Pero hay más: “tampoco es raro que se consuman algunos fármacos que son para paliar efectos del alzhéimer. A mi me recetó mi psiquiatra –sí, yo también tenía uno- una cosa que se llamaba Ciclofalina, pero al final pasé después de un par de veces, no me gustó la sensación. De todas maneras, yo ya conocía ese medicamento. De mis épocas en la ‘uni’, hace ya años. No lo había probado, pero corría por allí”.

La Ciclofalina –dice el prospecto– es “es una sustancia nootrópica, sin efectos sedantes o psicoestimulantes, indicada para el tratamiento de trastornos de la atención y de la memoria, dificultades en la actividad cotidiana y de adaptación al entorno, que acompañan a los estados de deterioro mental debido a una enfermedad cerebral degenerativa relacionada con la edad”. También es uno de los elementos con los que se corta a veces la cocaína.

¿Hay alguna diferencia entre el drogota antisocial y el yonqui de farmacia? Sí la hay, de algún modo. Según Felipe, un comercial madrileño de 40 años al que el trabajo le va milagrosamente bien y que se fuma su “canuto” de las tardes religiosamente, “hay una hipocresía mortal con lo de las drogas. Además, hace mucho que sabemos que lo que te cura te mata si te pasas en la dosis, ¿no? El entorno y la intención separan lo legal de lo ilegal, y eso no debería ser así. Si te pones hasta arriba de droga de farmacia, es normal, el chaval es muy estudioso. Pero si te fumas un canuto de hierba y te echas unas risas con los colegas, ten cuidado, maldito drogadicto. Creo que es tan claro que no vale la pena explicarlo. El juez puesto de pastillas juzgará mi inocuo y natural colocón…”.

El Iceberg

Miguel del Nogal es psicólogo y ha trabajado con adictos a las drogas durante 10 años en un centro. Hablando de esas drogas más estigmatizadas –cocaína y heroína sobre todo- opina que “hace mucho que se superó el tópico de que el drogadicto es sólo el yonqui que se pincha y que vive en la calle, es cosa de los ochenta”, aunque reconoce que de cuando en cuando “aún viene alguien que se mete dos gramos de cocaína por la nariz al día y te dice ‘yo no soy uno de esos yonquis, ¿eh?’”.

Sin embargo, aunque el drogadicto clásico se haya convertido en una categoría integradora y aunque todo el mundo sepa ya que el consumo no es una cuestión de clases (aunque la calidad de la droga pueda serlo), reconoce que el consumo sin control de fármacos y sustancias potencialmente perjudiciales, el mapa del abuso farmacológico en España, es “como un iceberg”. Pocos parecen advertir la enorme masa del problema que yace en las aguas tranquilas de la sociedad, aunque, como él mismo dice, las mecánicas de una adicción son siempre las mismas: “Todas las drogas enganchan y los procesos de enganche son similares, pero el objetivo con el que se toman es distinto”. A veces ese objetivo marca como ven ese consumo los demás y como lo ve el propio consumidor. “En general”, comenta Del Nogal, “todo el mundo intenta integrar su consumo dentro de una normalidad, justificarlo, negar una adicción».

Afirma, en todo caso, que “hay una gran presencia y consumo de psicofármacos, es decir, de fármacos que alteran el funcionamiento mental y por tanto el comportamiento, antidepresivos, ansiolíticos, hipnóticos… A veces los médicos de atención primaria abren la mano demasiado; si se trata de una depresión o una esquizofrenia se lo pensarán más, pero… Hace falta un mayor seguimiento de estos fármacos. Están muy presentes y hay un mercado negro establecido. Se venden en los mismos poblados donde se compra heroína y cocaína. Vamos, te ofrecen a gritos los tranquilizantes. Provienen de los mismos tratamientos a los drogodependientes. Se los dan y ellos comercian con ellos. Los peligros del abuso de estas sustancias a largo plazo son previsibles: la tolerancia progresiva y el síndrome de abstinencia.

Gente normal

Sin embargo esa masa parece estar socialmente tolerada, no se les ve como a drogadictos ni como un problema. F.M., el farmacéutico, tiene que lidiar a diario con esa “gente normal” en la que nadie sospecharía una adicción, y para él sí son un problema. Lo tienen y lo son. “Normalmente”, dice, “vienen con una prescripción médica, pero a veces el caso es cómo se consigue esa prescripción. Muchas veces es una señora que la vecina le ha dicho que no se qué medicamento le va fenomenal y que le va a dar la paliza al médico. Y el médico no se pone a seguir el caso con demasiado rigor y se lo receta. Hay una manga ancha excesiva en la expedición de recetas, no suele haber unos seguimientos demasiado estrictos del paciente, por las razones que sean, negligencia, exceso de trabajo… y por eso a veces esas personas siguen tomando el medicamento que sea, un antidepresivo, por ejemplo, durante mucho tiempo más del que sería necesario. Además mucha gente lo toma a su aire, cuando le da por ahí, o en dosis mayores de las recomendadas”.

Y no se trata precisamente de aspirinas. “Ansiolíticos, Lexatín, Orfidal, cosas fuertes que se toman a veces por una simple alteración del sueño. Rohipnoles, Tramadol, un opiáceo que se usa para dolores menores, medicamentos para epilepsia, para dolores de hernias, antidepresivos, antidepresivos antiguos que se están dando en dosis bajas para las migrañas…”.

Y lo que sucede, inevitablemente, es que la tranquila abuelita Paz acaba enganchada. “Los que están enganchados son la mayoría, aunque muchos no lo saben”, afirma. “Un caso típico es la pérdida de un familiar. Para paliar los problemas de la primera etapa posterior, esa normal depresión, esas dificultades para dormir, se receta normalmente un ansiolítico y un antidepresivo. Un lexatín, como te dije, tomando dos o tres al día produce una adicción al cabo de unos dos meses. Y raramente se informa (o la gente no atiende) de que cuando se intente dejar debe ser a través de una disminución progresiva de la dosis. Pasa lo mismo con determinados opiáceos que se recetan para el dolor. ¿Qué es lo que pasa?, que cuando se deja de cuajo hay un efecto rebote brutal, vuelves a sentirte mal y quieres volver a tomarlo. Es el proceso clásico de una adicción. Vamos, que se pasan unos monazos espectaculares”.

“Aquí hemos tenido muchos casos, algunos bastante evidentes e incluso algo agresivos. Te viene una señora de sesenta años a la que le han recetado Permalgin codeína (paracetamol y codeína, que es un opiáceo) y que se ha pasado cuatro pueblos y ha estado tomándose seis cajas al mes. Y resulta que esa señora es hipocondríaca, obesa y con un carácter delicado, por decirlo así, y que además tiene un mono espectacular. ¿Qué haces? No es una situación tan rara como algunos pensarían. Yo día sí, día no, tengo que decirle a alguien que no le puedo dar lo que me pide”.

F.M. comenta además que “el crecimiento del consumo de medicamentos ha sido exponencial en los últimos añosporque hay muchas patologías crónicas, la población envejece y la esperanza de vida es mayor, etc…”, pero apunta también, con dedo acusador, a la concepción misma de nuestro sistema de salud: “nuestra medicina moderna lo que hace es dar tratamientos sintomáticos. No se cura, sólo se alivia, y luego si hace falta más, pues más. No se cura, sino que se engancha a la gente de por vida a un paliativo, y claro, eso puede tener unos efectos secundarios tremendos. La gente se medica mucho, está muy desquiciada, cada vez más, pero no ya por la crisis. Los antidepresivos, por ejemplo, se recetan con enorme ligereza”.

“Luego está”, dice, “el problema educacional: la gente cree que todo lo cura la pastillita, y entonces el vicio del sistema se acentúa y es la pescadilla que se muerde la cola. Falta información en las personas y falta que los médicos y las autoridades informen mejor, que la gente entienda –aunque normalmente les entra por un oído y les sale por el otro- que no vale con tomarse la pastillita y seguir llevando la misma vida de siempre, que hay que tender a un cambio en los hábitos, que eso es lo esencial. La osteopatía y la fisioterapia no se contemplan, ni las farmacéuticas lo quieren. Es en parte por el mismo concepto de la salud que tenemos, y en otra parte porque hay mucho dinero en juego y las farmacéuticas prefieren tenernos enganchados.”

En Madrid me lo dan sin receta

F.M no le quita, sin embargo, culpa a su gremio: “Yo soy recto en esto”, dice, “pero hay quien sólo piensa en facturar. Es habitual, sobre todo en las grandes ciudades, que se puedan conseguir sin receta medicamentos que la requieren. A mí me viene mucha gente pidiendo cosas que no les puedo dar y me dicen ‘pues en Madrid me lo dan sin receta’. No se controla lo que se expide, aunque claro, si viene un inspector de incógnito y te pide algo que no puedes dar y se lo das, te pueden crujir. Pero no se controla lo que se llama la trazabilidad. Ahora hay una ley de trazabilidad nueva, que está en proceso de desarrollo y que va en esa línea, la de controlar el viaje del medicamento desde el laboratorio hasta el usuario pasando por el almacén y la farmacia”.

Su visión crítica con todo el sistema no acaba ahí. Cree que algunos usos de medicamentos son “aberrantes” y fomentan desastres y adicciones poco exploradas.“Se han usado medicamentos con anfetamina en regímenes de adelgazamiento, pero claro, a un obeso que se pase con las anfetas le puede dar una taquicardia o un paro cardíaco y quedarse ahí. Y se han usado y se usan para tratar a los niños hiperactivos. Me parece que eso en cierto modo es un poco como anularlos. Es cierto que duermen mejor y están más atentos en clase y tal, pero meterle tanta caña a un niño de ocho o nueve años me parece una salvajada. Creo que es un negligencia por parte de padres, que no tienen la energía o la capacidad de tratarlos ellos mismos, de ocuparse de sus hijos, y delegan en un médico y en una pastilla. Crear posibles dependencias a esas edades me parece una bomba de relojería…”.

“En todo caso”, concluye excéptico, “la gente quiere medicarse. Si el médico no les receta nada vienen a la farmacia indignados para que tú les des algo… Lo que sea…”

Un debate extinto a punto de renacer

Aunque evidentemente no se refería a las drogas de farmacia, hace pocos días Juan Carlos Aladro, el Fiscal Jefe de Pontevedra, la provincia por la que ha entrado gran parte de la cocaína de España del último cuarto de siglo, afirmaba que el problema del narcotráfico era “cíclico”, que funcionaba “como una campana degauss” y que la única solución posible era “una legalización”. Cuando se lo comento, el psicólogo Del Nogal se muestra sorprendido por una manifestación poco habitual en estos tiempos. Coincide en que hace unos veinte años el debate orbitaba sobre ideas similares, pero que hace mucho que desaparecieron. España parece haber pasado por una época de lucha costosa e inútil contra las drogas “reconocidas” mientras las legales seguían ahí y los enganches ocultos se multiplicaban por diez. Pocos son los organismos oficiales que aportan datos claros y útiles. Recomendable es por ejemplo –llamativa por su orden, su facilidad de navegación y su claridad de ideas entre tanta opacidad– la excelente web del servicio de salud del País Vasco sobre drogodependencias. Se pueden encontrar allí bien recopilados y organizados, algunos estudios que pueden arrojar algo de luz sobre el asunto, más allá de la simple demonización o la parálisis puramente estadística de los informes ministeriales.

Del Nogal prefiere no entrar a una discusión tan compleja, pero apunta otra cosa no menos importante: que la crisis también se está llevando por delante a la atención a los afectados por adicciones. “El 31 de diciembre pasado”, cuenta, “se trasladó a 1.200 pacientes ambulatorios sólo en Madrid por falta de presupuesto. Alguno ha dejado el tratamiento después, como una persona que me decía que llevaba tanto tiempo conmigo que volver a empezar con otro psicólogo y contarle de nuevo sus cosas se le hacía muy difícil. Se establecen relaciones muy estrechas, se cuentan cosas muy íntimas, acabas conociendo mucho a la gente y ellos acaban conociéndote mucho a ti…”.

Sea como sea, el problema está sobre la mesa.

Felipe, el comercial -cuya pareja es piloto en una línea de aviación comercial y, dice él, “se toma más somníferos que Liz Taylor”- lo tiene claro: “La mentira social es muy difícil de cambiar, pero yo pongo mi granito de arena…  Ya que quedamos en que mi adicción crea bastantes menos problemas que la del juez, la de mi abuela, la de su nieto y, desde luego, la del tipo que va a pilotar el avión que me llevará mañana de viaje, pues me voy a fumar otro canutito. ¿Quieres?”.