Acostumbrados a luchar desde hace 20 años por derribar las barreras de la incomprensión que han rodeado al sida, los pacientes seropositivos han logrado una nueva victoria: comunicarse con sus médicos en un plano de igualdad. A un afectado por el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH) no le basta con que el galeno le diga que sus análisis están bien y que se vaya tranquilo a casa. Lo más probable es que quiera saber qué es exactamente lo que va bien y por qué. Si la medicación le causa algún problema, es posible que plantee un cambio de tratamiento. Tampoco dudará en compartir en la consulta los pensamientos que le asaltan en los momentos más bajos y pedirá consejo.

Con el paso de los años enfermos y médicos se han convertido en compañeros de fatigas en su batalla contra el VIH. Los primeros han exigido tomar parte activa en las decisiones relativas a su tratamiento y los segundos han aprendido a escuchar, unas actitudes que apenas están empezando a despuntar en las consultas de otras especialidades.

Ejemplo a seguir

Santiago Moreno, responsable del servicio de Infecciosas del hospital Ramón y Cajal de Madrid, considera que esta familiaridad es el «paradigma» de lo que debe ser la relación de un médico con su paciente. «Se habla, incluso, de que existe un sesgo positivo, de que reciben el mejor trato en el hospital, pero el resto debería tener el mismo», dice.

¿Cuál es el secreto de esta luna de miel? Unos y otros coinciden en que el factor que más ha condicionado este acercamiento es la singularidad de esta patología. «Al principio era vista como una enfermedad indigna, mortal. Sus connotaciones sociales negativas propiciaron que nos convirtiéramos en los únicos confidentes de los enfermos. Eso te hacía sentir más próximo al paciente», opina Moreno.

Los múltiples interrogantes acerca de la infección y las escasas respuestas terapéuticas de los primeros años favorecieron que ambos grupos se lanzaran a la búsqueda de información en paralelo. El perfil de los afectados tuvo mucho que ver en este proceso: jóvenes, en muchos casos procedentes de un nivel social y cultural alto e intelectualmente muy preparados. Muchos no se resignaron a lo que entonces era considerado como una sentencia de muerte y pronto empezaron a demandar mayor atención, respuestas y medicación. Y este hecho acabó favoreciendo un fenómeno que ha sido clave en la aproximación: el asociacionismo. En España, trabajan actualmente más de 100 colectivos de afectados y familiares. «Nos empezamos a organizar para exigir nuestros derechos. Comenzamos a acudir y a opinar en los foros médicos», explica Miguel Ángel Ruíz, presidente de la Comisión Ciudadana Antisida de Álava.

«La capacidad de discutir los problemas y tratamientos con estos pacientes casi no tiene precedente», reconoce José Mª Gatell, jefe de sección de Enfermedades Infecciosas y Sida del hospital Clínic de Barcelona, quien valora positivamente esta estrecha relación, que se prevé duradera ahora que la enfermedad se considera crónica gracias a las nuevas y complejas terapias. Pero también advierte ciertos inconvenientes: «No estaba habituado a recibir llamadas de los enfermos en mi móvil».

«Es cierto que el médico ha perdido parte de su autoridad, pero hasta que surgieron los nuevos antirretrovirales ellos también se sentían impotentes», opina Ferran Pujol, presidente de la Fundación Hispanosida. Este activista subraya, sin embargo, que este modelo de relación no es aplicable a todos los seropositivos. «Existe también el sida de la exclusión, el de las personas que viven en el anonimato, no cuentan con apoyos ni tienen acceso a la información», denuncia.

Asimismo hace hincapié en las diferencias asistenciales entre las unidades de sida de las grandes ciudades y las localidades pequeñas. «Algunos acuden a médicos de otra ciudad para evitar ser reconocidos». Y es que 20 años después la barrera de la discriminación no ha sido abatida.