Tras la implantación de la ley antitabaco, la ministra de Sanidad anunció la tramitación este mismo año de una ley antialcohol especialmente orientada a frenar el creciente abuso de los jóvenes. Javier Elzo, catedrático de Sociología de la Universidad de Deusto, que desde 1981 coordina el estudio Drogas y Escuela, quizá uno de los más exhaustivos informes que se han elaborado en Europa al respecto, considera que una ley es insuficiente para afrontar un problema con un enorme calado social. Desde la experiencia que le aportan casi 25 años de investigación, aboga por un plan, a largo plazo, a favor de un cambio de los ritmos de diversión -que implique el progresivo abandono de los horarios nocturnos- y que profundice en el mensaje de un hecho evidente: «que no porque beban más se lo pasan mejor». Está esperanzado en la irrupción de los grupos de jóvenes que, alrededor del botellón, les interesa divertirse hablando y considera que el problema no es sólo de los jóvenes: «Es un problema de todos los estamentos sociales».

– ¿Qué le parece una ley antialcohol?

– Creo que hace falta una ley que vaya mucho más allá de la prevención, porque esto ya está. De hecho, no se puede vender alcohol a menores de 18 años; los chavales no pueden entrar en ciertos locales; ni pueden consumir en lugares públicos, hay leyes antibotellón…

– ¿Entonces?

– El problema es mucho más de fondo. En España hemos llegado a una situación en la que hay una tolerancia muy grande hacia el uso del tiempo libre nocturno del fin de semana. Los datos obtenidos desde el año 1981 señalan que se ha producido un desplazamiento muy claro del consumo de alcohol: de las comidas se ha pasado a una concentración en los fines de semana, generalmente nocturna, aunque no siempre, y la prueba la tuvimos hace quince días en la Parte Vieja de San Sebastián, horas antes de que se iniciase el partido de la Real contra el Athletic. Parecía un vomitorio.

– ¿Qué falla, por tanto?

– Lo que falta es una conciencia colectiva de que ese modo de organizar el uso del tiempo es nefasto. Mientras eso no se haga, las medidas van a servir de poco. O sea, lo que hace falta es convencernos de que hay que divertirse a otras horas. El objetivo tiene que ser básicamente que la diversión comience y termine antes. Y eso supone un cambio de mentalidad.

– ¿Esta situación es universal, ocurre en otros países europeos?

– Cuando establecemos una comparación, la diferencia no está tanto en que se consuma más alcohol, sino en cómo, dónde y cuándo se consume. Por ejemplo, ¿alguien sabe de algún chaval de San Sebastián o Irún que vaya a pasar la noche de un fin de semana a San Juan de Luz, a Biarritz o a Bayona? Ni uno. Pero todos sabemos que los jóvenes de aquellas ciudades vienen aquí. En Cataluña se encuentran muy preocupados porque están proliferando, especialmente en la Costa Brava, paquetes turísticos para pasar los fines de semana de fiesta en fiesta. Como dijo la consejera, «turismo de borrachera».

– ¿Pero ahora se bebe más, o es que estamos más alarmados?

– Mi hipótesis es que este fenómeno comenzó en la Transición. Anteriormente puede que bebiéramos más que ahora, pero al cabo de la semana. Por las tardes, al salir del trabajo o de estudiar, tomábamos dos o tres potes, pero los sábados y los domingos estábamos en casa a las doce de la noche. Dormíamos y eso nos permitía que al día siguiente pudiéramos ir al monte o a jugar un partido de fútbol. Hoy, sin embargo, no pueden. Tienen que emplear la mañana en dormir.

– Decía que el cambio de ritmo se fraguó en la Transición…

– …sí, empezó básicamente con la movida madrileña. De ahí, a las famosas rutas de bakalao, y poco a poco se fue extendiendo. Se ha consolidado a lo largo de treinta años. Y, viendo la evolución, lo que ha ocurrido es que ha desaparecido el consumo diario de alcohol y se ha concentrado en los fines de semana y en las fiestas. Y además, ahora las mujeres consumen tanto como los hombres, se empieza a consumir a edades más tempranas y se va directamente a emborracharse. Claro que, en el imaginario social, eso aparece como algo normal.

– La normal anormalidad.

– No quiero que se me entienda que tenemos que ir al no consumo; lo que digo es que se deben de cambiar los ritmos. Y hay medidas concretas que se pueden hacer: no es lógico que una botella de agua, o una bebida no alcohólica, puedan ser más caras que una cerveza. Si hubiera una preocupación real por el consumo abusivo del alcohol, lo que habría que hacer es potenciar el consumo de bebidas no alcohólicas.

– ¿De qué manera?

– Pues poniéndolo más barato. Por ejemplo, habría que conseguir que se consumiera más la cerveza sin alcohol. El problema no es sólo de los jóvenes. Es que aquí todo empieza de noche. En el programa de fiestas de cualquier localidad hay más cosas a la una de la madrugada que a las doce del mediodía. Todo lo hemos pasado al mundo nocturno. Y mientras no se tome conciencia de eso no hay nada que hacer.

– ¿Pero es cierto que en Euskadi ahora se bebe más que nunca?

– En los últimos cinco años lo que ha ocurrido es que hay más jóvenes que beben más que nunca. Pero frente a este fenómeno, está comenzando a emerger un colectivo juvenil que bebe menos. O sea, que observamos una cierta polarización. Además, alrededor del botellón están surgiendo grupos de jóvenes que quieren conversar, que controlan lo que beben y que rechazan al que se emborracha. Y lo rechazan porque les supone una molestia para lo que ellos persiguen, que es divertirse hablando. El hecho de que haya gente que quiera conversar es muy positivo y muy esperanzador. Y toda ley que se vaya a elaborar, en vez de dar un discurso negativo, deberá incidir en la prevención, que no es otra cosa que decir la verdad.

– ¿La verdad?

– Si uno hace estudios con cierta finura se da cuenta de que si se relacionan los niveles de consumo de alcohol con la percepción de pasárselo bien, de felicidad, que tienen los jóvenes, la conclusión es que son precisamente los que más beben y los que más tarde llegan a casa quienes poseen la percepción más negativa. Y eso no lo digo yo, sino que es una conclusión extraída de las propias respuestas de los jóvenes.

– La ministra de Sanidad mostraba recientemente su preocupación por la fácil accesibilidad de los jóvenes al alcohol.

– Claro, es que está en el mercado. Pero hay cosas que sí se pueden hacer. Cada vez hay más obstáculos para que un menor adquiera alcohol en una gran superficie o en una tienda pequeña, pero aun así todos sabemos dónde y cómo se puede obtener. Hay mil triquiñuelas. No es tan complicado.

– Y en todo este asunto, ¿dónde están los padres?, ¿cuál es su papel?

– Es un problema de mucho calado. Creo que uno de los grandes cambios que está experimentando nuestra sociedad afecta al modelo familiar. En este momento hay muchos jóvenes que están creciendo solos, porque trabajan el padre y la madre. Y, además, está ocurriendo que los matrimonios duran poco tiempo. Con todo, en lo que concierne al modelo familiar, estamos a la cola de Europa. España, y más concretamente Euskadi, tiene uno de los índices de fecundidad más bajos del continente. Eso no ocurre porque sí, sino que es consecuencia de un problema muy grave. Y es que no se está potenciando en absoluto la ayuda a las familias. Y hemos pasado de un modelo de familia familista, de raíz católica, a un modelo nórdico, protestante, donde cuentan los individuos de la pareja, y donde, más que contemplar a la familia como una célula global, se busca el éxito personal, profesional, de cada uno de los padres, que han dejado de ser padres para ser hombre y mujer. Y en este contexto, el pagano es el chaval, que crece solo.

– ¿Por qué dice que estamos a la cola de Europa?

– Porque por la situación en que estamos ahora han pasado ya los demás países y se han dado cuenta de que es un error. Y es que de pronto, en algunos lugares, como Bélgica, Estados Unidos, Suecia o Francia, hay una valoración del trabajo de la familia en la educación del hijo. Lo que no sucede en España, donde la protección a la familia es inexistente.

«La ley del menor no ha fracasado, sino que nunca se ha aplicado»

Javier Elzo se muestra muy crítico con la reforma de la ley del menor. «No me importa», dice, «porque hemos llegado a una situación en la que pretendemos resolver problemas sociales mediante medidas legales». «Hubo una ley del menor que saludamos todos en el año 2000 porque tenía efectos resocializadores».

– ¿Qué ha ocurrido para que ahora tenga que reformarse?

– Dicen que ha fracasado. Y no ha fracasado. No se ha aplicado nunca, que es distinto. Se pone una ley, resocializadora, del menor, pero después se olvidan de los medios. Meter a un chaval de 16 o 18 años en una cárcel de mayores es condenarlo a que se pudra allí. Siempre me opondré a ello.

– ¿Entonces?

– Si un chaval de 16 años, incluso de 14 o de 12, es un peligro público habrá que apartarlo de la sociedad. Sin duda. Pero la misma sociedad tendrá que aportar recursos para intentar reintegrarle en el circuito social. Eso no es posible si se le encierra en una cárcel, según como están hoy en día las cárceles. Lo que hay que hacer es meter a ese chico en un centro y ponerle en manos de buenos y bien pagados educadores. Y es que esta alternativa interesa además incluso por motivos estrictamente económicos, es más barato.

– ¿En qué sentido?

– Los tres años que la sociedad invierte en resocializar a ese chaval suponen una cantidad mucho más económica que si se le condena a pasar la vida en la cárcel. En Euskadi tenemos recursos suficientes como para intentar la resocialización de todos estos casos, que además son muy pocos.

– Pero sí parece que ahora la violencia juvenil está causando cierta alarma.

– En España no hay más que un solo estudio global sobre violencia juvenil. Y las estadísticas no marcan una tendencia de aumento. Mi opinión es que actualmente hay menos violencia juvenil que hace cuarenta años, pero que la que hay es más grave.

– ¿Por qué?

– Por el principio de la ausencia de límites. El chaval de Barakaldo, por ejemplo, que clavó una navaja a su compañero, es posible que se haya criado en un clima en el cual no sabe hasta dónde puede llegar. Pero esto no se combate con un endurecimiento de las penas. No es disuasivo.