Sandra, de 15 años, se lanza a por su primer baño del verano en la piscina de una finca cercana a Chinchón (Madrid). Es la niña habladora y graciosa del grupo, compuesto por otros cinco chicos adolescentes mayores que ella, hoy revolucionados por la presencia de una nueva y guapa socorrista. El sol cae con fuerza, en lo que es la primera oleada de calor intenso del año. Huele a vacaciones y el chapoteo juvenil nos traslada mentalmente a un campamento. Es una ilusión que termina tras sesenta minutos milimétricamente cronometrados. Todavía mojada, en biquini y arropada con una toalla, Sandra se apresura a entrar en la casa, que le recibe con un horario de tamaño sábana. A cada paso hacia su habitación, una norma, una frase: «El 90% del éxito se basa en insistir». Sandra es un nombre ficticio para preservar su verdadera identidad. Hace cinco meses y medio que lucha contra la cocaína en el Centro Terapéutico Los Álamos. Ha mejorado mucho. Dicen que parecía un zombie. Ahora solo parece despistada.

Por el centro, gestionado por Proyecto Hombre aunque pertenece a la Agencia Antidroga de la Comunidad de Madrid, pasan adolescentes y jóvenes enganchados al cannabis, la cocaína o las pastillas desde hace una década. David Sánchez es su educador más veterano. Lleva siete años y nota que cada vez llegan «usuarios» de menor edad. El centro recibe a chavales que, por culpa del abuso de sustancias, dañaron y destruyeron los cimientos de su vida antes de construirla. El uso de cocaína es independiente del origen y nivel socioeconómico de las personas. En España, casi el 10% de la población entre 15 y 24 años ha probado la euforia, deseo sexual o locuacidad que proporciona la coca. España es líder mundial en su uso, por encima de EE UU y Reino Unido, con los que, según el año, alterna puesto en el podio.

Con más o menos trabajo por delante, los chavales intentan resurgir. La finca en la que viven es muy confortable. Huele a limpio. De hecho, ellos mismos se encargan de tareas de responsabilidad como parte de su terapia. En la cocina, por ejemplo, se turnan para lavar platos. Al estar aislados del mundo, la tentación de fugarse se minimiza y les ayuda a centrarse en una vida sin drogas. Una de las máximas del tratamiento consiste en mantenerlos activos y ocupados. Se trata de que no tengan demasiado tiempo para pensar en lo que hay fuera. Los profesionales que tratan con ellos son variados: educadores, terapeutas, psicólogos…, jóvenes en la treintena y cercanos en el trato. Saben que el discurso de «la droga es mala» no sirve para nada: «Les hacemos ver la cara amarga de la coca, pero sin ocultar la cara divertida que ellos bien conocen». Al principio, el tratamiento consiste en inculcarles un horario, una rutina: «Empezamos por cumplir el ciclo de sueño vigilia, que lo traen alterado. Después trabajamos en actividades manipulativas, formativas, cognitivas… Y fomentamos buenos hábitos», explica Ana García, la subdirectora. Los talleres en los que se afanan van desde la jardinería hasta la albañilería o la estética.

Jesús es uno de los habitantes de la finca. Lo tenía claro. Quería dejar la droga de una vez. Llegó hace mes y medio, aunque lleva más tiempo tratando de conseguirlo. Tiene 22 años y es consumidor de cocaína desde los 17. No es muy alto, pero físicamente está fuerte. Varios pacientes lo están, gracias al fomento del deporte y el gimnasio. Hablamos dentro de una pequeña sala: «El problema de la cocaína es que está muy buena. Si no nos gustara, no estaríamos aquí», simplifica. Hace dos meses y medio sufrió un craving, un impulso irremediable de consumo, muy difícil de controlar. Agachó la cabeza y se esnifó varias rayas. Sus últimos gramos hasta hoy: «La droga es un mundo de mentiras. Crees que puedes salir a la calle con normalidad. No es así. Sabes que haces mal las cosas. Intentas remediarlo. Pero no puedes».

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