La situación de los consumos de drogas en nuestro país distamucho de ser halagüeña. Si bien ya no existe la alarma social de los años 80, asociada al consumo de heroína y su correlato de enfermedad, exclusión social y delincuencia, los riesgos relacionados con el consumo de drogas mantienen una presencia destacada en los medios de comunicación y constituyen un tema recurrente en la agenda social y política.

La ubicuidad social de las drogas, la laxitud con la que se aplican algunos códigos normativos, el déficit de propuestas recreativas con capacidad para ilusionar a adolescentes y jóvenes, la preponderancia de cierto estilo de ocio y de consumo… son algunas de las variables socioculturales que tiñen con su impronta el encuentro con las drogas. A promover fórmulas adecuadas para manejarse con autonomía y responsabilidad en tal contexto dedica la prevención buena parte de sus esfuerzos. Una prevención que, sin embargo, está lejos de ser una realidad consolidada. El creciente saber acerca de los componentes y dinámicas de una prevención eficaz ve limitados sus efectos como consecuencia de una implantación a menudo tan precaria como errática.

Sin embargo, cuando aún la prevención no ha tenido ocasión de mostrar sus potencialidades, se oyen algunas voces sentenciando su ineficacia. Frente a esta actitud, sostenemos otra bien diferente, teniendo en cuenta que, cuando hablamos de prevención, nos referimos al conjunto de iniciativas promovidas desde los diversos ámbitos socializadores (la escuela, la familia, el tiempo libre, el deporte, el mundo del trabajo, el asociacionismo, los medios de comunicación) orientadas a favorecer procesos de incorporación social no condicionados por el recurso a las drogas. Una prevención que, sin ser una ciencia exacta, ha ido depurando algunas certezas que, a modo de decálogo, cabría resumir así:

1. La prevención es necesaria. El ser humano parece condenado a un pensamiento pendular. En el caso que nos ocupa, pasamos de destacar la necesidad de priorizar la prevención a sostener con el mismo entusiasmo que la prevención ha fracasado, cuando lo que sucede es que está lejos de ser una realidad sólida.

2. La prevención funciona. Bajo condiciones que la experiencia y la investigación han puesto de manifiesto, la prevención obtiene resultados positivos. No lo sabemos todo acerca de su eficacia, pero tampoco vivimos sumidos en la ignorancia. Disponemos de un saber hacer y una tecnología preventiva contrastados y prometedores.

3. La prevención necesita generalizarse. Aunque es difícil saber cuántos estudiantes participan cada año en programas preventivos, no resulta aventurado señalar que se trata de una minoría. Ocurre, además, que la prevención llega a sus destinatarios de manera discontinua. Esperar de tal situación alguna incidencia sobre los consumos parece más propio del pensamiento mágico que de un pensamiento ilustrado.

4. La prevención debe consolidarse. La prevención no puede ser una intervención precaria, inconsistente y aleatoria; requiere tiempo y estabilidad. Cualquier escolar se encuentra año tras año con una presentación secuenciada de contenidos en las áreas curriculares convencionales. Sin embargo, su encuentro con la prevención será inestable e incierto.

5. La prevención requiere inversiones crecientes. Tanto por el número de escolares como por la necesaria continuidad de las actuaciones, la prevención necesita una inversión creciente. Llegar a una minoría de alumnos y hacerlo, además, de un modo discontinuo, es un modo seguro de no obtener resultados. Hágase un experimento similar con las Matemáticas, y analicemos los resultados dentro de unos años.

6. La prevención tiene que dar respuestas integrales. La prevención debe integrar acciones universales con intervenciones dirigidas a situaciones de particular riesgo. Los programas serán más universales en las etapas más precoces del sistema educativo, para adquirir tintes más selectivos al llegar a la adolescencia.

7. La prevención debe educar en habilidades para la vida. La educación en habilidades para la vida ha mostrado resultados positivos. Unas habilidades que ayuden a pensar críticamente la omnipresencia de las drogas, a pensar creativamente en formas diferentes de ocio, a comportarse asertivamente en el grupo, a tomar decisiones autónomas, a respetar las decisiones ajenas, a desarrollar una saludable autoestima como cimiento de la personalidad…

8. Una educación nueva para un tiempo nuevo. Para educar para la vida es preciso tener la vida real como materia educativa. El libro de texto y el recurso audiovisual como meros soportes pueden resultar anacrónicos en un mundo en el que prima lo digital. Para seducir a niños y adolescentes con sus propuestas educativas habrá, en primer lugar, que reclamar su atención, buscando una mayor sintonía con los recursos lúdicos de los que se sirven.

9. Una dosis mayor de coherencia institucional. En nuestra sociedad abierta, en estos tiempos de “modernidad líquida” (Bauman), sería ilusorio hablar de unanimidad. Pero no parece descabellado favorecer una coherencia mínima en los mensajes que llegan a la ciudadanía. El reciente ejemplo de la fallida ley de prevención del consumo de alcohol por menores ilustra esta necesidad.

10. Los medios de comunicación son un recurso con potencial educativo. Con frecuencia se producen disonancias entre los mensajes que la escuela y la familia transmiten y algunos contravalores que difunden determinados programas televisivos. La televisión educativa está lejos de ser una realidad en nuestro país. Sin embargo, es mucho lo que las televisiones pueden hacer para acompañar y reforzar procesos preventivos y para propiciar el diálogo en las familias.

Publicado en Centro de Documentación de Drogodependencias (CDD). Observatorio Vasco de Drogodependencias