Desde hace algunos meses circula y solicita adhesiones un manifiesto, identificado como REICA, encabezado por la UNAD, la SET, el Proyecto Hombre y el Consejo General de Colegios de Psicólogos, al cual se están sumando otras entidades y profesionales a título personal (ver notícia).

Se trata de un documento bien escrito, razonable, que se ajusta a las escasas evidencias científicas reales que existen en el ámbito de las drogodependencias, ponderado y equilibrado, que se erige en defensa de un modelo de intervención, de carácter integral y bio-psico-social, que en los últimos años ha sido desplazado, de forma intencionada y sin demasiadas explicaciones, por parte de agentes corporativos y políticos, con intereses y con creencias que difícilmente se podían encajar dentro de este modelo de intervención integral.

Me siento muy identificado con el contenido de dicho manifiesto, que coincide con argumentos que manejo con frecuencia y que además nos ha proporcionado, durante décadas, buenos resultados y evaluaciones positivas de la actividad asistencial en nuestro país y en otros muchos. Además, ocurre que, desde la perspectiva de los estándares de evidencia, es decir desde la meta-evaluación metodológica de la literatura que se publica en revistas científicas, no cabe la menor duda de que, si se quiere trabajar desde la evidencia, el único soporte conceptual y practico existente es, al menos por ahora, este modelo integral de carácter bio-psico-social. Lo demás son directamente mentiras, mitos, prejuicios y negocios. Algo en lo que el texto del REICA es bien preciso.

A la vez no deja de ser una escandalosa paradoja, que gran parte de las intervenciones alternativas impuestas en los últimos años y que se dicen “basadas en la evidencia”, con frecuencia sólo disponen de literatura publicada en revistas singulares y cuyo único objetivo es mostrar que las cosas son como se cree que son. Expresado en otros términos y desde la perspectiva de los estándares de evidencia (representatividad, aleatoriedad bien precisada, pruebas estadísticas significativas y con significado, contraste práctico, racionalidad teórica y falsabilidad), no es fácil encontrar argumentos que justifiquen la sustitución de un modelo de intervención que estaba funcionando perfectamente por transversalidades ficticias y otras alocadas aventuras. En este sentido, el manifiesto REICA representa una acción honesta, especialmente si la valoramos en la perspectiva de los derechos y las necesidades de los usuarios de drogas. Era necesario, era imprescindible y debemos posicionarnos todos tras esta reivindicación.

Pero a la vez el documento resulta insuficiente en un aspecto clave, porque si bien reclama lo que es justo, adecuado, necesario y pertinente desde una visión ética y técnica, no tiene en cuenta el contexto socio-económico y político en el que se ha producido la debacle que describe, y muchos menos realiza una propuesta de cómo resolver y superar, en el mundo real, la situación que dicho contexto ha creado.

Reclamar un modelo de intervención, por mucho que sea el mejor, el más efectivo y eficiente, así como el único disponible que se basa en la evidencia científica, sin tener en cuenta quien, como y porque se toman las decisiones sobre la estrategia y la estructura asistencial, supone ignorar un factor clave, que impedirá avanzar hacia la meta que se propone.

En todo caso entiendo que esta limitación tiene ver con otro factor cultural (o formativo), que se relaciona con el hecho de que los profesionales, casi todos los profesionales, hayan sido formados en la creencia de que “la calidad y la coherencia de la intervención” se impulsa y se impone por sí misma, y los factores socio-económicos y políticos del contexto son irrelevantes, dando pábulo a una fantasía ilusoria que se sostiene sin otros mimbres sobre la esperanza en el “triunfo de la razón”, como argumento decisivo para el progreso social y humano.

Afirmar que los factores económicos, políticos y sociales son irrelevantes y no deben considerarse por su propia y aparente irracionalidad, no solo obvia el estudio empírico de tales fenómenos (una perspectiva que demuestra que son fácilmente explicables), sino que renuncia a trasformar la sociedad y apoyar la mejora de las condiciones de vida de las personas.

Como consecuencia este paradigma de autosuficiencia profesional es una idealización de la realidad que requiere que afrontar la frustración que supone el hecho de que más allá de la razón son otros los factores del contexto real los que resultan determinantes en la toma de fijación de los objetivos y en la planificación de las políticas públicas.

Se trata de decisiones propias de la estructura corporativa de nuestras sociedades, del sistema económico y de la agenda política, para las cuales y precisamente el propio grado de eficiencia y efectividad de las intervenciones no son variables a tener demasiado en cuenta. Expresado en otros términos lo que en ciencia política se describe como “Agency” se crea a partir de dinámicas de poder, que incluyen desde la opinión pública hasta los intereses no sólo de los colectivos implicados sino de otros, seguramente con mayores competencias para decidir y para los que resulta conveniente la mera demostración autocrática de esta capacidad de decisión.

En las últimas décadas y en el ámbito de la política del conocimiento, una perspectiva inductiva nos ha permitido establecer que en lo relativo a los modelos de intervención en drogodependencias y en particular en el espacio asistencial, la relación entre el bien común y los “cercamientos”, resulta progresivamente favorable a estos últimos. En este sentido y como he pretendido mostrar en mi libro “¿Qué es la evidencia científica y como utilizarla?: Una propuesta para profesionales de la intervención”, Madrid, Fundación Atenea, el exceso de hincapié en la coletilla “basado en evidencia” suele ser un síntoma de carencia de evidencias y de selección intencionada de textos que si bien forman parte del saco sin fondo de la llamada “literatura científica” en realidad responden a argumentos y creencias tras los cuales no hay otra cosa que estas dinámicas de poder y al deseo de construir una “agency” que facilite formas de autoridad, la cual se retroalimentan con el propio ejercicio del poder.

Pero vayamos al grano, ¿A qué me refiero con estos aspectos socioeconómicos y políticos que forman parte del contexto de las políticas en torno a las drogas? Pues a varias cosas, la primera se refiere a la evolución de los recursos presupuestarios propios.

Haciendo historia cabe recordar que la totalidad de la red asistencial de drogas se creó en España en los años 80 y 90 del siglo pasado, como una respuesta a las exigencias de la opinión pública y gracias a las numerosas aportaciones presupuestarias, primero del Estado, después de las Comunidades Autónomas y siempre de los Ayuntamientos, pero también de particulares y otros fondos de entidades sociales. Fue mucho dinero, una cantidad suficiente para concebir y construir una casa grande, estable a pesar de que el terreno de partida era un tanto irregular, cómoda, donde llegaron a trabajar miles de profesionales y que además fueron capaces de emprender reformas en varias ocasiones, en particular cuando se incorporó la reducción del daño y el riesgo. La disponibilidad de recursos fue lo que permitió imaginar y construir la casa adecuada para el modelo integral y bio-psico-social, así como formar y disponer de un equipo de profesionales efectivo y preparado para actuar de acuerdo con el modelo y obtener los buenos y previsibles resultados.

Con la casa acabada y modernizada, los costes de mantenimiento se redujeron, ya que solo se tenían que pagar salarios. Pero, en todo caso, era una casa demasiado bonita, eficiente y efectiva, y así comenzaron las envidias, los bulos y las afirmaciones sostenidas en supuestas evidencias y falsas creencias. Y aún antes de que comenzaran las sucesivas crisis económicas y financieras, la casa comenzó a sufrir un cierto deterioro y una parte de la misma comenzó a recibir okupas poco cuidadosos y ajenos a este mantenimiento. Con la crisis y los posteriores recortes presupuestarios, la casa da pena, no sólo hay muchos okupas de orígenes variopintos, sino que aparece abandonada y hundida en algunos lugares y lo poco que aún aguanta muestra evidentes deterioros, así como signos de un voluntarismo moral tan heroico como limitado.

En estas condiciones reclamar la “vuelta” de un modelo integral y bio-psico-social, es adoptar la actual perspectiva de la “post-verdad”. Porque, reclamar aquello que es justo y necesario, debería implicar reclamar la casa, en las mismas condiciones que reunía cuando fuimos expulsados, porque si no tenemos casa, esta casa precisamente, no hay intervención integral posible. Tengo que reiterar este argumento para que quede claro: si para poder intervenir con los usuarios de drogas ya no tenemos casa propia, es muy difícil, por no decir imposible, realizar las actuaciones necesarias, adecuadas y propias de un modelo integral de carácter bio-psico social, decir que debemos o podemos hacerlo sin tener donde hacerlo supone obviar un aspecto clave de la intervención.

Además, a estas alturas ya no valen las medias tintas, porque hemos aprendido que “compartir” (lo mismo que “coordinar”) puede ser una gran mentira. Una mentira tan dolorosa como fantástica, porque, aunque desde el ámbito de drogodependencias hemos entendido,  en un momento determinado y por solidaridad, que podíamos y debíamos acoger a otros profesionales, sin percatarnos que algunos ya tenían casas más amplias e incluso infrautilizadas, el tiempo ha mostrado que estos okupas sólo estaban interesados en quedarse con la totalidad de la casa para sí mismos, aunque para ello tuvieran que expulsar a los usuarios y a los profesionales que se dedicaban a atenderlos.

Por tanto, no cabe otra opción que tratar de reconstruir una casa propia, concreta y especializada, una casa específica, a fin de cuentas. Obviamente para esto se necesita mucho dinero, quizás incluso más que en el pasado, pero es lo que hay.  También se alegará que ahora las administraciones no disponen de este presupuesto, pero este no es el problema del propio ámbito de las drogodependencias, porque la casa la derribaron otros, san saber muy bien porque lo hacían, pero diciendo que iban a construir una mejor. Por tanto, el problema lo han ocasionado aquellos que han dilapidado unos recursos públicos que no eran suyos. Quizás les corresponda a ellos reponerlos, porque, en otro caso podría incluso interpretarse como una malversación.

La segunda cuestión tiene que ver con la necesidad de una suficiente relevancia administrativa y de un adecuado grado de autonomía institucional. En el pasado el Plan Nacional de Drogas y especialmente los planes regionales y locales, ofrecían un perfil de responsabilidad política y administrativa alto, e incluso en algunos casos muy alto. Pero en el momento en el que la opinión pública dejó de presionar para que se “resolvieran” los problemas de drogas, toda esta estructura político-administrativa comenzó no sólo a perder relevancia sino también competencias.

Una circunstancia que demuestra lo poco que importaban (e importan) las personas con problemas de drogas y lo mucho que se tiene en cuenta lo que pensaban e imaginaban los ciudadanos, aunque a la vez todo este imaginario fuera calificado de fantasías y estereotipos. Pero fíjate por donde, quien lo iba a decir, ocurre que en el Estado Social y de Derecho que consagra nuestra Constitución se valoran más las creencias expresadas por la opinión publica (y mediática) que las necesidades de las personas afectadas.

Una confusión que al final se convierte en una paradoja, tan cruel como irónica, porque el modelo de intervención se mostraba tan efectivo que contribuyó a tranquilizar a la opinión pública. Lo que se interpretó desde el poder político y administrativo como “todo resuelto y a otra cosa”. El propio éxito fue el preámbulo de fracaso. Pero el éxito no podía ser la razón y la causa de su desmantelamiento. Porque si los responsables políticos y administrativos hubieran entendido la realidad del contexto, habrían tratado de preservar el modelo, porque a fin de cuentas su coste presupuestario era residual y asumible incluso en los momentos más duros de la crisis. Pero prefirieron imaginar que como la opinión pública no protestaba el problema de había finiquitado y las fantasías alternativas trasversales de “coste cero” eran posibles.

Como resultado de todas estas confluencias se aceleró la demolición de la casa, se perdieron de forma irreversible las inversiones realizadas y además los costes globales aumentaron, aunque lógicamente enmascarados en otras partidas presupuestarias. En términos de evaluación económica el supuesto ahorro implicó un aumento de los costes sociales, porque al disminuir la efectividad y a pesar de que las partidas presupuestarias específicas también disminuyeron, el resultado fue un aumento de costes en relación a los resultados. Una espiral de irracionalidad que facilitó aún más el avance de otras alternativas, que construyeron un falso relato de efectividad sobre una realidad de mera disminución de recursos y resultados. Utilizando otro lenguaje el coste de la intervención por persona atendida para alcanzar los resultados de antaño aumento exponencialmente pero claro, sin que esto fuera visible porque ya no formaban parte de los presupuestos específicos de drogas.

Esta trasformación fue posible porque aquellos que habían aportado capacidad de decisión y recursos, ya no tenían posibilidad de seguir haciéndolo. Además, el mando correspondió entonces a agentes ajenos, que, por supuesto, tenían otros intereses y otras prioridades, por lo que recibieron con los brazos abiertos todas aquellas alternativas que sostenidas por modelos de intervención ajenos a la visión integral y bio-psico-social, les ofrecían la oportunidad de manejar los recursos de acuerdo con sus propios intereses y prioridades, que recordemos, eran más bien ajenas a la intervención con personas usuarias de drogas. Los drogodependientes tuvieron incluso que adoptar otras entidades sociales para ser atendidos. En particular, para poder exigir algunos derechos y tener acceso a dispositivos, tuvieron que interiorizar que eran víctimas de una patología dual, tanto los que efectivamente lo eran como aquellos que no lo eran y en un porcentaje tan elevado como exclusivo de España.

Continúo trabajando como supervisor, manteniendo contactos, realizando visitas a docenas de dispositivos y servicios en todo el territorio y la imagen es desoladora, no sólo por la absoluta desaparición de programas de intervención de carácter integral y bio-psico-social, sino por la carencia de recursos reales para las personas con trayectorias graves de dependencia.

Es como volver al pasado más remoto y a aquel modelo de representación social que se sostenía sobre la idea de “ellos, y especialmente ellas, se lo han buscado y además son incurables”, solo que esta vez lo practican las instituciones, los responsables político administrativos y determinados profesionales con el falso argumento de que son crónicos/as y se hace lo que se debe hacer. Hace justo treinta años, en el estudio sobre Comunidades Terapéuticas en España de 1987, tuve que hacer frente a los argumentos de la demanda social de “que los encierren toda la vida y tiren la llave” lo cual no fue nunca posible porque no era ni licito ni legal, pero ahora la contención ya no es física, pero si es simbólica y mucho más dura y perdurable: “no puedes hacer nada, salvo tomar fármacos que te ayudaran a no hacer nada”. Cuando la evidencia científica disponible afirma que la vieja hipótesis de la “maduración objetiva” ahora descrita como “recuperación espontanea” es cada día más consistente, Eduardo J. Pedrero-Pérez (2015), Reflexión crítica sobre la corriente principal de patología dual, en MODULO III de curso “Salud mental y drogas”, Madrid, Fundación Atenea.

Conviene retener el hecho de que la hipótesis de la “maduración objetiva”, que encaja bien con un modelo integral de carácter bio-psico-social (pero no con otros), era, cuando comencé a trabajar en el ámbito de las drogodependencias, en los años 70, la que ofrecía más y mejores evidencias científicas en relación al tratamiento,  lo cual se traducía en otorgar una gran importancia a la voluntad y la decisión de la persona, incluso en los programas de mayor exigencia como Comunidades terapéuticas. Pero había empezado la “guerra contra las drogas” y esta posibilidad de “remisión espontanea” fue considerada una debilidad, por lo que “desapareció” de la literatura que seleccionaba la evidencia. No se pueden poner puertas al campo de la verdadera ciencia y la cuestión ha reaparecido, con gran fuerza en los últimos años, aunque los jóvenes investigadores que la “han descubierto” no tenían acceso a la vieja y escondida documentación de la “maduración objetiva” que acumulo tanta evidencia hace más de medio siglo. Obviamente los conceptos como patología dual y los argumentos cerebrales de carácter genético, tienen que negar esta posible “remisión espontanea” que atenta directamente contra su necesidad de “cronificar a las personas”.

No deja de ser curiosa la paradoja de la doble evolución técnica y moral de las ideas centrales en el ámbito de las drogodependencias, de una parte el SIDA y el reconocimiento de los derechos humanos de las personas con problemas de drogas, provocaron un, sin duda necesario, cambio de paradigma desde la alta exigencia hasta la baja exigencia en los programas, pero en paralelo la confianza en las posibilidades de en las posibilidades de “recuperación de las personas” y el respeto a su voluntad y capacidad para tomar decisiones informadas basculo desde una reconocimiento alto de las capacidades de la persona hasta un noción de cronificación vinculada a las formas de encarar la drogodependencia.

Así, y por tanto, en la actualidad no hay rechazo directo con argumentos morales sino “derivaciones” que se justifican técnicamente, aunque sea hacia callejones sin salida o hacia cronificaciones innecesarias. Pero como esto a la opinión pública ni le va ni le viene, pues todos contentos. Además, el crecimiento exponencial de entidades religiosas, que toman en cargo los miles de casos que se les derivan, sin ningún criterio y desde determinadas redes públicas, sirve para enmascarar las deficiencias reales de los “nuevos y milagrosos modelos” de intervención.

He publicado, hace ya algunos años, un trabajo empírico sobre cómo se inició este flujo (que en términos morales y legales debería ser calificado de “tráfico”) de personas. Domingo COMAS (2010), Un lugar para otra vida: Los centros residenciales y terapéuticos del movimiento carismático y pentecostal en España, Madrid, Fundación Atenea.

Esto ocurre además y en una gran medida porque estas “derivaciones” se efectúan por parte de profesiones sin una adecuada formación en drogodependencias, pero que tienen la “autoridad político-administrativa” para tomar decisiones al respecto. Es decir, “poseen  autoridad, pero no criterios”, más allá de algunas lecturas basadas en falsas creencia, a las que sin embargo suelen calificar, sin asomo de ironía, como “basadas en evidencia”. La desaparición de una estructura para la toma de decisiones específica, autónoma y propia del ámbito de las drogodependencias es lo que explica una deriva tan absurda como innecesaria.

Es cierto que sobreviven algunos centros especializados en drogodependencias (aunque en algunos territorios no queda ninguno), pero la mancha de la vergüenza, la mancha de la falta de atención a las necesidades de las personas con problema de drogas, es ya mayoritaria y se extiende y se amplia de manera continua. Y los profesionales que se identificaban con una intervención integral de carácter bio-psico-social, se van dando cuenta que mantener esta identidad, es, cada con mayor frecuencia, una forma de mentirse a sí mismos, pero también de obviar los derechos de los usuarios, porque no atienden de una forma adecuada sus verdaderas necesidades. En general y salvo casos muy extremos aconsejo “aguantar” disminuyendo la intensidad de la atención, pero también soy consciente de que esto no puede seguir así.

La tercera cuestión tiene que ver con la necesidad de especificidad orgánica, algo que ya aparece en los dos puntos anteriores, pero sobre el que necesito insistir desde otra perspectiva. Ocurre que un modelo integral de carácter bio-psico-social, resulta imposible, incluso de imaginar, sin la disponibilidad de espacios físicos y administrativos desde los que se pueda, planificar, implementar y mantener. En la práctica existen dispositivos que se supone aún trabajan bajo una óptica bio-psico-social y un modelo integral y así lo expresan de manera formal en sus planes y en sus documentos públicos, pero con todos los que he hablado o con los que he trabajado en los últimos años, lo que se percibe es la continua pelea por demostrar que ciertas cosas, actividades básicas, son necesarias para la intervención. Un profesional un tanto exasperado lo expreso muy bien en una ocasión “seguimos siendo pastores que debemos cuidar a los corderos, pero las autoridades político-administrativas, que son lobos, sólo nos dejan hacer ciertas cosas”.

Eso significa que en la administración deberían figurar responsables del tema que “tuvieran un conocimiento adecuado y suficiente del modelo de intervención” (y la adecuada sensibilidad), así como la suficiente capacidad y nivel para tomar las decisiones para mantener el funcionamiento de dicho modelo, porque cuando el responsable de los pastores no sabe nada sobre su tarea es muy difícil que tome las decisiones adecuadas.

Suavizando la imagen de corderos y lobos, que quizás sea excesiva, digamos que por ahora sobrevive de forma marginal un modelo integral de carácter bio-psico-social, pero dirigido por expertos en otras temáticas que no pueden dejar de pensar: “¿Qué es esto? ¿Qué dicen? ¿Para qué sirve? ¿Por qué debo molestarme en mantenerlo?”.

Es cierto que algunos no tienen este perfil tan radical de extraños (aunque los haya), pero ¿tienen alguna capacidad, competencias y recursos para afrontar las exigencias de que el modelo integral de carácter bio-psico-social se recupere de alguna de sus pérdidas? Creo que no y además quizás fuera a costa de su propio puesto de trabajo.

La cuarta se refiere a la necesidad de reconocer las competencias técnicas que poseen los profesionales que trabajan en la perspectiva de un modelo integral de carácter bio-psico-social. De hecho, uno de los factores que explica la debacle es precisamente esta falta de reconocimiento que comenzó con la falta de visibilidad de su trabajo, siguió con el menosprecio corporativo enfrentando a aquellos que “se basaban en la evidencia” (¿Cuál? ¿Cómo? ¿Dónde?), con aquellos a los que se calificaba con descaro y sin ningún argumento de “trabajar de acuerdo con creencias”, que se llegaron a identificar que eran todas aquellas que manejaban la mayor parte de los profesionales. Es decir, la propia identidad de aquellos que utilizaban un modelo integral de carácter bio-psico-social, los descalificaba como “profesionales de verdad”. Puesto por escrito parece casi imposible, pero ha sido, y sigue siendo real.

Es muy cierto que se les negó así una identidad propia utilizando neologismos que solo estaban sobre el papel. Se despreciaron las evaluaciones efectuadas, sin ningún argumento metodológico de peso y poco después se dejaron de financiar para a continuación argumentar que no se realizaba evaluación y poder así tener nuevos argumentos, para desmantelar una forma de trabajar.

Pero estos profesionales son los únicos que poseen los conocimientos sobre la intervención con personas que tienen, y van a tener, problemas de drogas, y que son los imprescindibles para recibir una verdadera y adecuada ayuda.

El desmantelamiento del sector ha requerido estrategias para dejar de reconocer a los profesionales como tales, de tener que soportar insultos, desprecio a su formación y capacidades, pero sin duda los más desagradable ha sido, la utilización de su identidad para eliminar programas y dispositivos que son sustituidos, en el colmo de la hipocresía de los planificadores, por otros “verdaderamente integrales y bio-psico-sociales”.

Pero no solo se trata de reconocer una identidad técnica, sino que, y en último lugar, es necesario dotar a estos profesionales del ámbito de las drogodependencias con la competencia y el reconocimiento necesarios para poder denunciar los mitos, las falsas creencias, las tergiversaciones y las ignorancias, tanto desde el propio colectivo profesional, como de sus organizaciones y también de sus responsables político-administrativos (siempre que compartan el modelo).

Expresado como un ejemplo sencillo que todo el mundo puede entender: de la misma manera que reconocemos a los odontólogos el derecho a denunciar que una alimentación demasiado azucarada es un riesgo para nuestra dentadura, debemos reconocer la competencia formal de estos profesionales en denunciar prácticas inadecuadas en el ámbito de las drogodependencias, por ejemplo, la sobre-exposición al uso indiscriminado de una lista infinita (y muy costosa) de fármacos sobre un mismo sujeto. O al menos dejarles opinar sobre esta cuestión, porque no solo están perfectamente capacitados para hacerlo, sino que además son los únicos que pueden reconocer y determinar lo que es, y lo que no es, una “buena práctica” en el ámbito de las drogodependencias.

Esto es algo que ya se hace precisamente en el REICA, pero no se trata sólo del ejemplo que acabo de utilizar sino de ampliar el reconocimiento de esta competencia profesional sobre todo lo que se hace en el ámbito de las drogodependencias.

Los profesionales que trabajan en este ámbito y bajo el paraguas del modelo de intervención integral y bio-psico-social están legitimados de una forma singular para definir lo que es un tratamiento adecuado (y lo que es inadecuado), otros agentes, en cambio, por mucha autoridad que desplieguen y sin tener un adecuado conocimiento en el tema, no tienen la misma legitimidad y no deben, por tanto, ser reconocidos como los portadores de un conocimiento que han adquirido sin ninguna práctica concreta y normalmente con una visión muy estereotipada del modelo  bio-psico-social de intervención.

Sin duda todo el mundo tiene derecho a opinar, pero aquellos que acumulan un mayor grado de conocimiento y experiencia práctica deben ser especialmente considerados y escuchados. Sin embargo, en el ámbito de las drogodependencias el colectivo ha sido silenciado e invisibilizado, por aquellos que se arrogaban un conocimiento, que atribuían a la dudosa condición de “basado en evidencia” leída, pero con poco conocimiento de lo que se hacía y lo que ocurría en la realidad, así como de los resultados de la intervención. Una estrategia que perseguía el poder y los recursos que en nada tenía en cuenta las necesidades reales y objetivables de las personas con problemas de drogas.

También es cierto que este fue siempre el flanco débil de los propios profesionales, demasiado centrados en el trabajo cotidiano, poco dados en dejar testimonio de su quehacer y en los resultados, en apoyar evaluaciones e investigaciones y en difundir el conocimiento adquirido, y en muchas ocasiones se limitan a informar que “trabajan bajo la óptica de un modelo integral de carácter bio-psico-social” lo cual dicho así es no decir nada.

En todo caso una actitud que al menos en parte se puede comprender como una reacción acomplejada y de falta de argumentación, porque “no somos investigadores” ante el menosprecio de los propietarios de un supuesto “conocimiento verdadero basado en evidencia” y que tan poco tiene que ver con la verdadera evidencia científica.

Pero, a la vez, y a pesar de todo, y como expresa el manifiesto REICA, disponemos de una abundante literatura científica, quizá mucha bajo soporte de “literatura gris” (por qué no es fácil acceder a determinadas revistas bajo estricto control corporativo e ideológico) y muy poco promocionada, pero que es más que suficiente para establecer evidencias sobre gran parte del modelo integral y bio-psico-social. Además, existe la literatura científica de carácter trasnacional que es especialmente contundente en este aspecto. De hecho, es la única que, en el campo de las drogodependencias y como ya he dicho, establece un marco suficiente de evidencias científicas.

En resumen, el manifiesto REICA tiene razón, pero sostengo que como reivindicación su recorrido será muy corto si no añade los elementos del contexto económico, social y político que he descrito. ¿Cómo hacerlo? Pues primero clarificando bien todos estos componentes y estableciendo un mínimo consenso sobre los mismos, para después pensar en cómo actuar.