El concepto de ética en relación a la práctica profesional, aplicado a las cuestiones psicosociales en general y al abordaje de las adicciones en particular, exige la reflexión alrededor de varias cuestiones concretas que nos interpelan como profesionales y que hacen imprescindible el análisis de los sistemas de trabajo y las relaciones que se desprenden en estos entornos.

En la última década, gracias a movimientos sociales muy concretos, el auge de las nuevas tecnologías, así como el uso de las redes sociales, da la sensación de que se ha avanzado significativamente en romper el tabú sobre la salud mental, la vulnerabilidad personal y la necesidad de solicitar ayuda profesional en momentos determinados. Aunque todavía queda mucho trabajo por hacer en este sentido es positivo que la conversación sobre estas cuestiones esté en la esfera pública, pero no hay que dejar de prestar atención a cierta dinámica de banalizar y monetizar la parte “menos desagradable” de los problemas de salud mental que es la discursiva que actualmente predomina en redes. En medio de todos estos aparentes cambios de narrativas ¿Qué pasa con las adicciones?

El estigma social y la penalización que recae sobre las personas con problemas de consumos o conductas adictivas está fuertemente enraizado en el imaginario social. Las discriminaciones y violencias que viven las personas con adicciones se cruzan con otros ejes de vulnerabilidad que amplifican las experiencias dolorosas y multiplican las vulneraciones de derechos por parte de diferentes agentes: La comunidad en general, la familia, los medios de comunicación, los equipos profesionales y las instituciones.

Pensar (nos) desde el marco ético y el análisis crítico, pone sobre la mesa la necesidad de tomar consciencia en cómo las relaciones entre equipos profesionales y personas usuarias de los servicios nace de la base de una relación de desigualdad, en donde el estigma interiorizado juega un papel fundamental en la validación de ciertas prácticas en el nombre “del beneficio terapéutico”. En las próximas líneas, nos detendremos en cómo los conceptos básicos de la ética pueden colisionar con las prácticas profesionales actuales de las adicciones debido a 3 componentes fundamentales: la precarización del sector, el estigma hacía las personas usuarias y la herencia de las intervenciones “tradicionales”.

Es muy importante partir de este análisis teniendo en cuenta los principios de la bioética, dado que, la ética aplicada a la práctica nace del análisis de los principios bioéticos, los cuales pueden contribuir a ser un marco desde donde mirar y analizar las cuestiones de nuestra práctica diaria en la intervención en los servicios de drogas. Los principios de la bioética son: La beneficiencia, la no maleficiencia, la justicia y la autonomía.

La beneficiencia es “Hacer el bien”, la obligación moral de actuar en beneficio de los demás. Curar el daño y promover el bien o el bienestar.

La no maleficiencia trata sobre no producir daño y prevenirlo, desde conceptos tan básico como no hacer daño físico o psicológico, pero también contempla de disminución de la autonomía y la capacidad con el actuar profesional como un daño medible. Por lo tanto, la beneficiencia y la no maleficiencia son dos principios que deben ponerse sobre la balanza ante situaciones de dilemas.

La autonomía habla sobre el derecho de las personas a decidir desde sus propios valores y creencias personales acerca de cualquier intervención que se vaya a realizar sobre su persona. Es la capacidad de las personas de deliberar sobre sus finalidades personales y de actuar bajo la dirección de las decisiones que pueda tomar. Todos los individuos deben ser tratados como seres autónomos y su opinión tenida en cuenta. Esta cuestión colisiona enormemente con la percepción que se tiene de los colectivos vulnerabilizados de salud mental y adicciones entre otros, ya que no es frecuente la práctica de que las personas usuarias puedan tomar decisiones sobre sus procesos terapéuticos y sobre todo cuando no comulgan con el criterio profesional.

En cuanto al principio de justicia, se refiere a que los recursos de salud disponibles para las personas deben ser equitativos y justos para todas, siguiendo el principio de que todas las personas son iguales en dignidad y derechos.

A partir de aquí, conociendo la definición de dichos principios, es interesante hacer un análisis de aquellas prácticas que no corresponden a haceres éticos bien por la precarización del sistema de trabajo del sector de las adicciones (y en general) o por cuestiones personales/profesionales de carácter más individual, que es donde podemos tener un margen de maniobra casi inmediato.

Una de las cuestiones nucleares para actuar de manera ética en el campo de las adicciones, y en cualquier otro, es la competencia profesional. El ser competente no solo tiene que ver con saber mucho sobre aspectos técnicos y legales en este caso con la intervención en adicciones, sino que también tiene que ver con el conocimiento de las propias limitaciones. La persona profesional competente conoce sus límites técnicos (especializaciones concretas, la necesidad de derivación cuando no se puede acompañar bien a alguien, el reciclaje profesional), pero sobre todo conoce sus limitaciones personales en términos de su propia biografía y estereotipos o discriminaciones que por socialización tiene y puede reproducir consciente o inconscientemente en sus acciones diarias. Es fundamental comprender que el título profesional no nos impermeabiliza a la socialización y que a lo largo de nuestra vida hemos interiorizado una serie de estereotipos que, si no son analizados, deconstruidos y transformados, pueden estar muy presentes en nuestra práctica habitual. ¿Cómo puedo entonces, como profesional, saber si estoy reproduciendo violencias basadas en estereotipos de las personas con adicciones? Ciertamente, los saberes heredados por la academia pocas veces alientan el espíritu crítico y de autorreflexión (entre otras carencias) y culturalmente la duda o el reconocimiento de la limitación profesional se interpreta como una debilidad a esconder más que una fortaleza y una conducta competente. El saberse humano/a y atravesado por la socialización y todo lo que conlleva, invita al autoanálisis y al reconocimiento de que la objetividad profesional no es más que la subjetividad vestida de neutralidad. Además del componente cultural como barrera para el autoanálisis, encontramos la precarización del sector. Las actividades de supervisión profesional externa y los espacios de acompañamiento a equipos profesionales se han convertido en una suerte de lujo cuando en realidad deberían ser una responsabilidad de las administraciones y entidades sociales que gestionan servicios de atención a las adicciones. Proveer a las profesionales de espacios de reflexión, formación y acompañamiento de calidad, es decir, que la asistencia a dichos espacios no signifique la acumulación de trabajo en días venideros, es un deber de la parte contratante. Hoy en día, la supervisión en clave de acompañamiento es anecdótica y muchas veces son las propias profesionales quienes acuden a consultas privadas pagando de su propio bolsillo la atención psicológica para sostenerse a si mismas y el impacto que la tipología de trabajo genera. Para poder autoevaluarse, formarse y transformarse es necesario disponer de medios, tiempo y posibilidades y de esta manera garantizar la competencia profesional. Otra cuestión relacionada con la competencia es la formación y la especialización. Las personas con adicciones cursan en su gran mayoría con múltiples problemáticas asociadas que deben ser abordadas de manera integral y en clave de género. Trabajar en el ámbito de adicciones y actuar con competencia implica disponer de formación en perspectiva de género, salud mental, violencia de género y abordaje sensible al trauma como algo imprescindible para dar respuesta a las cuestiones que intersecan de manera más frecuente en las personas que acompañamos, y a su vez, coordinarse y trabajar en red con otros dispositivos que ofrezcan a su vez respuestas adaptadas a las necesidades de las personas.

La tradición de la intervención en el ámbito de las adicciones proviene de una lógica directiva profesional que indica a las personas cuales con las mejores direcciones y cómo llevarlas a cabo. Urge cambiar el punto de vista profesional en el cual nos situamos al timón de la vida de las personas, dado que nuestra actuación funciona más como un/a acompañante que debe escuchar sin juicio, sugerir y motivar si cabe, y recorrer el camino que la persona quiera y pueda realizar, esto muchas veces va a colisionar con las expectativas profesionales, por eso es tan importante el ejercitar la diferencia entre los objetivos del servicio o del profesional y el de la propia persona, dado que son los últimos los que deben marcar el cómo y el hacia dónde.

Una cuestión nuclear, en el debate de la ética aplicada y la intervención en adicciones es el lenguaje y el uso de normativas para el funcionamiento de los servicios, sobre todo en entornos residenciales. En la actualidad, hay iniciativas incipientes de poner sobre la mesa las normativas de los servicios y pasarlas por el filtro de los principios éticos para realizar un análisis a conciencia de aquello que reproducimos por herencia, de aquello que se hace por que 1- está basado en evidencia, 2- Respeta los derechos humanos y 3-Cumple con los principios básicos citados anteriormente.

Volviendo al inicio, actuar de manera ética no tiene que ver con una guía exacta e inamovible del actuar profesional, sino con una visión incorporada de la autorreflexión constante, el disponer de espacios de capacitación profesional y reflexión donde se pongan de manifiestas las relaciones de poder, el respeto profundo de las personas usuarias, sus derechos y sus elecciones vitales, el trabajo en red efectivo y el poder repensar sin juicios y miedo como hemos diseñado e implementado hasta ahora los tratamientos de adicciones. Los procesos de cambios son complejos y hacen, a veces, que nos tengamos que replantear cosas que considerábamos verdades absolutas, y esto, claro que puede generar vértigo, pero por otra parte nos permite reconocer la propia vulnerabilidad, darnos el espacio de hacernos preguntas y compartir las inquietudes como profesionales y como personas, ya que ambas cosas son indivisibles.