Marta Saiz y Julia Molins

Tarragona / Barcelona

David tiene 43 años y es consumidor activo de sustancias. Lo lleva siendo desde los 15 de manera intermitente. Natural de Cádiz, con 20 años se mudó a Tarragona. Han sido muchas las ocasiones en las que ha intentado dejar el consumo, la primera a los 16 años cuando ingresó en un centro religioso de desintoxicación en Sevilla. Allí estuvo 21 días sin dormir, sin ninguna pauta de medicación y realizando trabajos pesados. No estaba obligado a estar allí, pero era el único dispositivo al que podía acceder

“Te dicen que no te dan medicación y que no te dejan fumar para que cuando quieras consumir te acuerdes de lo mal que lo has pasado. Pero allí hay un engaño, porque te hacen trabajar para ellos. Tú vas, te dan un trabajo, el jefe lo cobra y no te da nada, ni siquiera comida”. David ha pasado por más de seis centros de esta índole. Actualmente, no quiere volver a ninguno. Mucho menos de carácter religioso: “Allí dentro te hacen trabajar cargando muebles, no te dan metadona. No vas a terapia porque tu terapia es el trabajo. Según me decían, si trabajas y rezas no consumes. Al final acabas yéndote harto de que te exploten o porque algún responsable te ofrece sustancias y te amenaza si cuentas algo”. 

La primera vez que recibió atención pública fue en Catalunya, donde le diagnosticaron un trastorno esquizoafectivo en un Centro de Salud Mental para Adultos (CSMA), una enfermedad que se caracteriza por una combinación de síntomas de esquizofrenia y trastornos del estado de ánimo como la depresión. Hasta ese momento, nadie le había explicado que existían otro tipo de centros donde sí había un acompañamiento y podía tomar medicación. Allí conoció los Centros de Atención y Seguimiento a las drogodependencias (CAS). 

Tampoco sabía que sufría patología dual, la convergencia de un trastorno de adicciones y uno psiquiátrico. “Lo llamamos el síndrome de la puerta equivocada: como tienes un problema mental, no puedes entrar en centros más dedicados a las adicciones y viceversa”, afirma Francina Fonseca, psiquiatra y directora del proceso de atención a las adicciones del Hospital del Mar en Barcelona. “Es bastante duro cuando una persona tiene un problema mental y, además, un problema adictivo, porque existen muchas dificultades para acceder a los tratamientos. Hay una red de salud mental y una red de adicción que es como si fueran absolutamente separadas”.

En cuanto al circuito actual de desintoxicación –en Catalunya– para una persona en consumo activo con un diagnóstico de enfermedad de salud mental, Fonseca explica que si existe un trastorno adictivo hay diferentes niveles de atención en salud mental y adicciones. “En adicciones está el Centro de Reducción de Daños (REDAN), que es para evitar los riesgos asociados al consumo. No es a un nivel tan sanitario, pero sí que hay una parte social, de curas. El siguiente nivel sería la atención ambulatoria, que en salud mental están los CSMA y en temas de atención en adicciones están los CAS. Estos sirven de base desde donde se deriva a otras situaciones”. 

Para la doctora, en algunos recursos, especialmente de salud mental, se complica la atención si la persona es consumidora, aunque también recalca que cada día hay profesionales más sensibilizadas con el tema de las adicciones. “Creo que cada vez más se va entendiendo que el consumo no es un vicio, que no es algo que decide la persona porque quiere, sino que muchas veces no puede dejarlo. Por ello se tiene que abordar como otra patología y no debería ser un motivo de exclusión”.

 

Imagen tomada en el interior de la sala de reducción de daños REDAN La Mina, Sant Adriá del Besos, Barcelona, en abril 2024. En ella, existe un espacio habilitado para un consumo individual, seguro e higiénico. En el fondo, restos de consumo encontrados en el suelo de uno de los descampados donde se acostumbra a consumir en los alrededores del barrio. Julia Molins.

 

Vivir en un limbo

David tenía como referencia en su CAS a la psiquiatra que veía cada dos meses. Pero con la pandemia se complicó todo. Recibía su medicación en una farmacia cercana a su casa. Cuenta que un día su madre –una mujer de 90 años– le tiró la medicación por equivocación y que al contárselo a la psiquiatra ésta no le creyó, pensó que se la había tomado. Le quitaron la receta de la farmacia y debía ir al CAS para llevar un control. “Llevaba tres años sin consumir porque, entre otras cosas, no tenía que ir a los lugares donde estaban las personas consumidoras. Uno de los días que vine al CAS, un chico me ofreció y volví a caer”. 

Además de las complicaciones derivadas de la Covid, David sufría episodios de empeoramiento de su enfermedad mental, brotes que le impedían acudir a su cita en el CAS. Al no ir a las visitas, no sólo su patología dual se agravaba, sino que en los centros de salud mental no lo acogían porque no tenía la pauta regulada. De la misma manera en los de adicciones. 

“El CAS es la única especialidad donde las personas no necesitan venir derivadas por profesionales. En los casos de patología dual, está la dificultad de que cuando vas a ponerlas en una comunidad terapéutica no acaban de encajar, porque están descompensadas a nivel patológico o psicopatológico y no las quieren. Y en los recursos que hay de centros de día especializados en salud mental, tampoco las aceptan si están con consumo activo”, manifiesta Susana Jornalé, educadora social del CAS de La Mina. “Para las personas con patología dual, cuesta muchísimo hacer un tratamiento. Quedan excluidas de todas partes. Aquí las tratamos, pero no de la manera que debería ser”.

Para la educadora, lo ideal sería una buena coordinación y un buen trato no discriminatorio, porque todavía existe mucho estigma hacia las personas que usan drogas, especialmente si son mujeres y personas migrantes. “También debemos ser conscientes de la importancia de equiparar la parte social y la médica: cuanta más vulnerabilidades sufra una persona, peor va a ser su estado”. Jornalé, que comenzó a trabajar en el sector hace 33 años, destaca que también es responsabilidad de los y las profesionales saber acercarse a las personas sin que se sientan juzgadas. “Si no quieren medicarse o faltan a las vistas puede ser también porque no se ha establecido un buen vínculo. Ellas quieren seguir viniendo porque es lo único que hay y si se sienten obligadas o maltratadas, no las estamos ayudando en nada”.

 

David y su madre Carmen conviven en la misma casa desde hace años. En la mesa del salón de su casa hay recuerdos y fotografías familiares que decoran el lugar. Julia Molins.

 

Hacia una atención más integral 

El CAS atiende a aquellas personas que desean comenzar un tratamiento por un consumo problemático. En La Mina, un barrio de la localidad de Sant Adrià del Besòs en Barcelona, muy cerca del CAS está la sala REDAN, donde aquellas personas que no quieren o no pueden dejar de consumir, lo hacen con una supervisión y cuidado. Neus Llop es educadora social del centro. “Es lícito atender su consumo porque muchas veces es lo que está sosteniendo un malestar”. 

Llop subraya una problemática con la que se encuentran muchas de las personas consumidoras que van a la sala y que quieren dejar de consumir, las listas de espera del CAS. “Hay ocasiones en que la propia persona me dice que no puede esperar más de 15 días, que si sigue así, en tres meses estará muerta”. También explica que muchas de estas personas no pueden ir regularmente a las citas por los horarios cerrados y la poca flexibilidad. “Si yo soy una mujer que necesito estar en alerta toda la noche, consumida para estar despierta y que nadie me agreda porque vivo en la calle, ¿cómo voy a ir a una cita a las 8 de la mañana? A veces no se tienen en cuenta todas estas problemáticas cuando hablamos de personas que no tienen una situación normalizada”. 

En el REDAN, Llop afirma que trabajan desde el vínculo, que muchas de las personas que van lo hacen porque necesitan hablar y sentirse escuchadas. “Nuestro objetivo no es que dejen de consumir, sino que vengan y se sientan atendidas sin ser juzgadas”. Cuando una nueva persona llega, se hace un contrato de confidencialidad y se le pregunta la sustancia que va a tomar y la que ha tomado anteriormente, pero ocurre que muchas veces no les dicen la medicación que tienen prescrita. “Cuando son pautas altas de medicación nos encontramos que hay gente con sobredosis justamente por esas pastillas, y el antídoto es diferente al de la heroína o la cocaína. Nosotras podemos intuir más o menos porque al final trabajamos aquí y vemos ciertos síntomas, pero podríamos estar dándoles un antídoto erróneo”. 

La educadora del REDAN recalca que de cara a los servicios de patología dual está todo sectorizado y dividido, que cuando piden ayuda para atender a personas con esta convergencia se dan cuenta de que les falta muchísima información. “Nos encontramos escenarios muy complejos que deberían tratarse más desde la salud mental. Circunstancias que quizás podrían atenderse mucho mejor desde un acompañamiento emocional o psicológico”. 

Por ello, parte de la solución radicaría en reforzar con servicios psicológicos profesionales el REDAN donde trabaja, no sólo para las personas usuarias que llegan allí, sino también para las profesionales. “Es muy frustrante y doloroso estar escuchando constantemente situaciones muy delicadas y saber que tú no puedes ofrecer absolutamente nada”. Llop matiza que los servicios de patología dual existentes en la actualidad sirven para atender crisis momentáneas. “Cuando la persona sale de vuelta a consumir y ha estado varios días en un espacio donde no estaba permitido, si no tiene en cuenta la cantidad, podría sufrir una sobredosis. Es lo mismo que pasa tras salir de prisión o de periodos en una comunidad terapéutica”. 

Y así le ocurrió a David. Hace unos meses, tras el susto –así llama a la sobredosis que tuvo–, decidió no salir demasiado de casa. “Si salgo, veo a los de siempre y hago lo de siempre”, comenta resignado. Allí ha creado su burbuja, su espacio seguro junto a Carmen, su madre, que le acompaña durante todo el proceso. Se cuidan mutuamente. Lo han hecho toda la vida. “He intentado alguna vez quitarme en casa. Pero no sirve de nada. Es muy duro ver como tu madre se desvive por ti, que está preocupada y te ve sufrir. El mono de la heroína es muy doloroso”. 

 

A la izquierda, David enseña la medalla que siempre lleva encima. A la derecha, el llavero que le entregaron en su momento desde Narcóticos Anónimos –grupo de autoayuda para personas que quieren dejar el consumo–. Los colores de estos objetos van cambiando según pasan los días sin consumir. La entrega de nuevos llaveros es un triunfo para los y las asistentes. David lo guarda como un trofeo y lo muestra orgulloso de su proceso. Julia Molins.

 

*Fotografía de portada: David habla con dos de las educadoras que trabajan en la unidad móvil de salud y reducción de daños de Cruz Roja, instalada en el barrio de San Josep Obrer, en Reus, Tarragona, Septiembre de 2021. Esta zona es conocida por ser un punto de venta y consumo muy importante en la periferia de la ciudad. Julia Molins.