No hay guerra sobria. Que en la guerra siempre se han usado drogas es sabido, Lo que no lo es tanto es la escala. De hecho, la mayoría de los guerreros de la historia han entrado en combate colocados de algo. Desde los hoplitas griegos (opio y vino) a los actuales pilotos de cazabombarderos estadounidenses («pastillas go»: anfetaminas), pasando por los guerreros vikingos (hongos alucinógenos), los zulúes (extractos de diversas plantas «mágicas») o los kamikazes japoneses (tokkou-jo,«pastillas de asalto»: metanfetamina), los combatientes de todas las épocas y clases han echado mano de alguna sustancia psicoactiva para enardecerse, mejorar el rendimiento, y vencer el miedo y ser capaces de luchar contra el enemigo con armas mortíferas, un trauma, matar y eventualmente morir, que significa un verdadero desafío a la naturaleza humana.

A explicar la historia social, cultural y política del uso de esas sustancias en el campo de batalla ha dedicado el profesor de la Facultad de Estudios Políticos e Internacionales de la Universidad Jaguelónica de Polonia Lukasz Kamienski (Cracovia, 1976) su libro Las drogas en la guerra, una obra que cubre un gran vacío sobre el tema y que está llena de información apasionante y detalles impagables, como que la victoria británica en El Alamein tuvo que ver con el uso de la bencedrina -de la que Montgomery era un entusiasta-, y la de los marines en Tarawa con el speed. Kamienski apunta de pasada que Bismarck era un «asiduo morfinómano» y que John F. Kennedy se inyectaba dexedrina e iba colocado de speed durante la crisis de los misiles.

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