El fenómeno de las adic­ciones se configura como parte de la cultura del consumo. A partir de la gratificación inmediata que promete, es fuente de réditos económicos para algunos y de placer fugaz y graves inconvenientes para muchos.

Esta cultura se entreteje con situaciones en las que la frontera entre lo público y lo privado suele desvanecerse.

La globalización de las comunicaciones y la accesibilidad a las nuevas tecnologías posibilitan mostrar y ver como ventanas a la intimidad cada vez mas abiertas. También son usadas por quienes diseñan las estrategias de marketing que generan deseos de consumir.

Umberto Eco explica que en este tipo de cultura “… la sensibilidad… ha sido forjada, dirigida y provocada por la acción de una sociedad industrial basada en la producción y el consumo obligatorio y acelerado… motivado por fines económicos determinados”.

Entre los productos cuyo deseo de consumo se promueve, las sustancias adictivas cada vez interesan más por el mercado estable que habilitan, ya que sus mecanismos de acción permiten una demanda sostenida en el tiempo (dependencia).

Perspectiva compleja

Ubicando el fenómeno de las adicciones en un escenario que entienda lo público como un bien social a cuidar y fortalecer, resulta sencillo incluir las variables ligadas al factor humano que trascienden el hecho comercial.

Esta perspectiva compleja, con proyección temporal amplia, no es lo habitual en el diseño de las estrategias de abordaje gubernamentales, por lo que el problema cada vez se agrava más. Si se lograra esta mirada expandida del problema, se invertiría racionalmente en educación, promoción de la salud y prevención, y se ahorraría en asistencia y control, ganando en calidad de vida y desarrollo sustentable.

Considero relevante este análisis, a la luz de lo que pude comprobar que ocurre hoy en Medellín –ciudad devastada por el flagelo de las drogas, pero que está replanteando su perspectiva de desarrollo y responsabilizándose por su futuro.

Allí, los mensajes a favor de cuanto es saludable ocupan los espacios públicos (como parte de la política gubernamental %u2028de los últimos años) y expresan con claridad que el consumo %u2028de sustancias psicoactivas no forma parte del repertorio ­esperado.

Su lema es “Medellín sana y libre de adicciones” y los programas de prevención son prioridad (ciudad saludable, educación para la salud, etcétera), siempre desde la perspectiva de la inclusión social.

Fuera de foco

En Córdoba, los programas de prevención siguen relegados a un segundo plano; los presupuestos destinados a tal fin por el Ministerio de Salud son mínimos y tienden a decrecer.

El foco sigue puesto en discutir hasta dónde algún consumo puede no ser problemático, como si se tratara de proteger el territorio destinado a la circulación de sustancias psicoac­tivas, sin referencia alguna al hecho sanitario y social que estos consumos generan.

En rigor, las investigaciones actuales concluyen que, con independencia de los diversos niveles de tolerancia social desarrollados, el consumo de estas sustancias no es una prác­tica saludable y su uso me­dicinal se reserva para personas enfermas, bajo prescripción médica.

De igual modo, a los refe­rentes barriales, la simple ob­ser­vación de los hechos coti­dianos que acontecen en lugares públicos les permite entender %u2028y ­expresar con claridad el ­pro­blema.

Su preocupación consiste en explicar, en especial a niños y jóvenes, que conviene evitar este tipo de consumos (artículo número 33 de la Convención de los Derechos del Niño).

Sus esfuerzos no siempre están acompañados por los referentes públicos ni por los alumnos universitarios que suelen ir a ayudar. Estos últimos, con cierta frecuencia, terminan en la plaza consumiendo marihuana o alcohol junto a los chicos del barrio, con el argumento de poder “comunicarse” mejor.

Queda el interrogante acerca de si este tipo de intervenciones contribuye o no a alcanzar el objetivo de prevenir el consumo de drogas, problematizarlo cuando se ha iniciado y evitar su banalización.

Los espacios públicos configurados por lo urbano y los medios de comunicación también resultan invadidos de forma periódica con mensajes que ­favorecen procesos adictivos. Esto no es nuevo, pues las industrias tabacaleras y de be­bidas alcohólicas ya son parte del escenario al cual lamentablemente la sociedad se está habituando.

Mensajes

Ahora se suma la industria de la marihuana. En este caso, los mensajes promueven el con­sumo de diversos productos (semillas, plantas, cigarrillos, comidas, etcétera), con apoyo %u2028en testimonios de personajes %u2028de la farándula que, por ejemplo, se muestran consumiendo o ­aluden a sus vivencias en estado “porreado” intentando marcar tendencias.

Estos casos se reiteran sin invitación a crítica alguna y son difundidos en contextos donde los comunica­dores parecen más atentos al rating que al impacto social sobre la formación de la opinión pública.

Ante tales movimientos publicitarios más o menos explícitos, deberían presentarse como contrapartida campañas gubernamentales que promuevan la salud como valor y protejan a la ciudadanía de las confusiones que se pretenden instalar para alentar el consumo.

Preocupa que esta quede expuesta a tomar decisiones sin apoyarse en información basada en evidencia científica provista por expertos y sí condicionada por opiniones de personas del mundo del espectáculo y algunas minorías organizadas que saben usar mecanismos de incidencia.

Mientras tanto, la edad de inicio del consumo de drogas es cada vez más baja y la frecuencia y cantidad de este consumo va en aumento. Las familias están muy desorientadas y hay una creciente cantidad de jóvenes adictos que se convierten en padres y madres formando nuevas familias.

Cuando las personas ejercen su responsabilidad social como ciudadanos, colaboran en for­talecer la trama saludable que sostiene prácticas que garantizan una genuina autonomía individual y colectiva.

Aun cuando eligieran ser consumidores de alguna droga (legal o ilegal), conscientes %u2028de los riesgos que ello supone, deberían expresarse respetando y cuidando al otro, sin inducirlo a prácticas que tienen la capacidad de aumentar las condiciones de vulnerabilidad. Mostrarían, así, entender bien la diferencia entre lo privado y lo público, evitando discursos atravesados por la hipocresía.

También podrían contribuir a una mejor calidad ciudadana, ayudando a disminuir riesgos de manipulación social asociada al enajenamiento que producen estos productos.

Firmado: Gabriela Richard
Docente de la UNC, directora de la fundación ProSalud

Artículo publicado originariamente en lavoz.com.ar el 04/03/2015