En lugar de una caja registradora, sobre los mostradores descansan básculas. En un puñado de pueblitos aislados de Colombia, en mitad de la selva, la gente compra en las tiendas con gramos de pasta de coca en vez de dinero. Los billetes y las monedas son una rareza, un producto más de la televisión. ¿Cuánto cuesta una cerveza? 1,4 gramos, unos 60 céntimos de dólar. ¿Una libra de carne? El doble, 2,8. ¿Un teléfono móvil? 194 gramos, algo más de 80 dólares. Los habitantes de estas zonas remotas en las que se cultiva y produce cocaína acumulan kilos y kilos que más tarde venderán al intermediario de un cártel, que colocará la mercancía en discotecas de Nueva York, Madrid o Roma tras multiplicar por 100 su valor. La droga parece legalizada de facto en este pequeño universo campesino al que se tarda en llegar varios días por río. ¿Podría extenderse esa frontera de legitimación al resto del país? ¿Y al mundo?
En las últimas semanas se ha abierto el debate en el primer productor mundial de cocaína. “Si alguien tiene que comenzar esta discusión es Colombia. ¡Nadie más lo va a hacer!”, asegura Catalina Gil Pinzón, oficial en política de drogas de la Open Society Foundations. El momento resulta propicio. El nuevo presidente colombiano, Gustavo Petro, habla con insistencia de cambiar el paradigma de la guerra contra las drogas que inició el presidente Richard Nixon hace medio siglo. La conclusión general es que utilizar el presupuesto para perseguir a los capos de la droga y erradicar de manera forzosa las plantaciones de hoja de coca no ha funcionado. Cuando se fumiga un sembradío en un monte, se traslada al de enfrente. El resultado es que el flujo de cocaína hacia Estados Unidos alcanzó su récord en 2021, mientras que Colombia produce más que nunca. Washington ha dilapidado 10.000 millones de dólares en los últimos 20 años en políticas fracasadas.
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