Aunque en Colombia hay disponibilidad de información para rastrear la violencia interpersonal y los homicidios desde, al menos, 1999, la caracterización de las víctimas de estos delitos es aún una tarea de largo aliento. Ponerles rostro a las víctimas implica situarlas en un contexto y espacio específico, y requiere de un trabajo minucioso, que, si sale bien, puede llegar a retratar la complejidad de la violencia. Por ejemplo, entender la violencia contra las mujeres como una consecuencia de la misoginia que busca “aleccionarlas” socialmente a través del feminicidio o de las lesiones personales permite que los delitos en su contra no sean analizados como casos aislados, sino que, por el contrario, se entiendan unificados en el marco de la violencia machista. En el caso de las personas que usan drogas, la dinámica es parecida, pero no se reconoce como tal.

Con los primeros datos de homicidios y violencia interpersonal ya se hacían esfuerzos por describir la edad, el género, o el estado civil de las víctimas, así como a los presuntos agresores de cada una, el lugar de los hechos, y hasta distribuciones geográficas y temporales para buscar tendencias. Y no fue sino cinco años después, en 2004, que las víctimas empezaron a ser descritas según sus condiciones de vulnerabilidad. Esto permitió que “los datos” —como imaginario neutral e inamovible— se encaminaran a una comprensión estructural de la violencia: una que atraviesa la identidad de las personas (e incluso responde a ella) y enmarca condiciones de desigualdad que exponen a unas sobre otras a ser víctimas de violencia.

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