Los reunidos ven una cara nueva en el grupo pero no la asocian con la de un periodista que ha ido a escribir sobre ellos. Creen que es uno más de los que por allí se acercan derrotados por el alcohol. Empiezan a ver algo raro cuando el tipo -que soy yo- que ha ido por primera vez a esa reunión de alcohólicos anónimos comienza a tomar nota de todo lo que dicen.
Al final, para no alargar más su inquietud, no tengo más remedio que identificarme.
–Bueno, tan poco era tan raro. Un alcohólico, cuando está sobrio, nunca lleva escrito en la frente que lo es -me dice Manolo, el organizador de la reunión.
La reunión es en un aula de los Salesianos. Allí acuden dos días a la semana (los martes y viernes) aquellas personas que tienen problema con el alcohol y desean no tenerlo. Es una reunión en la que hay doce personas.
Uno había visto en alguna película esa terapia en la que uno levanta la mano y dice:
-Me llamo Manolo y soy alcohólico.
Y todos respondían.
-Hola Manolo.
Pero aquello no es ninguna película. Aquello es real. Allí hay doce personas que han llegado al fondo del vaso y quieren dejarlo. Consiste básicamente en una terapia en la que hombres y mujeres alcohólicos se cuentan sus experiencias personales con la esperanza de que eso les ayude a resolver su problema común. Es como si una voluntad débil se juntara con otras muchas débiles para hacer una fuerte. El organizador de la reunión me cuenta que esta organización, que no tiene ánimo de lucro ni permite subvenciones económicas, nació en 1935 en Estados Unidos cuando un hombre de negocios que era alcohólico, paseando vio que una persona en un avanzado estado de embriaguez intentaba ayudar a otra a levantarse de la acera.
-Entonces se dio cuenta de que a un borracho sólo lo puede ayudar otro borracho.
Este hombre se puso en contacto un médico de la localidad de Akron, que también tenía problemas de alcoholismo. Trabajando juntos, el hombre de negocios y el médico, descubrieron que su capacidad de permanecer sobrios estaba muy relacionada con la ayuda y estímulo que ellos pudieran dar a otros alcohólicos.
Así que allí todos van a contar su «película», a narrar sus experiencias, sabiendo que los oyentes entenderán perfectamente su problema.
Antonio, por ejemplo, tiene 28 años pero empezó a beber a los diez. Su padre era alcohólico pero él constantemente se decía que porque lo era su padre él no tenía el porqué serlo también. Pero en la adolescencia se dio cuenta de que aquel problema iba a más, que no podía dominarlo. No quería compromiso alguno con la vida. Por eso abandonó a la novia que tenía y se fue a Madrid, donde tenía a un hermano. «Buscaba una libertad ficticia», dice bajando lo ojos, seguramente reconociendo el error.
En la capital de España comenzó a trabajar, pero el trabajo sólo le sirvió para fundirse en alcohol todo lo que ganaba. Además, faltaba muchos días, por lo que fue despedido. «En poco tiempo tuve cuatro o cinco accidentes con el coche. No me centraba. Mi vida era un desastre». Fue entonces cuando volvió a Granada, al pueblo donde nació y donde su padre le habló de Alcohólicos Anónimos. «Y aquí estoy hace tres años. Yo siempre pensaba que tenía que pasar algo para que se me quitara esa obsesión por el alcohol. Y me ha pasado. Hablar con otras personas que tienen el mismo problema que yo, me ayuda mucho.
«Probé drogas»
Enrique es otro de los chicos que está en la reunión. Él comenzó a beber a los 15 años. Ahora tiene 21. Tenía una cafetería y se dio cuenta de que las cosas no podían seguir así cuando todo lo que ganaba se lo gastaba en beber. «Era lo único que sabía hacer. Empecé a desatender el negocio porque todos los días me levantaba muy tarde. Luego incluso probé drogas fuertes. Los días se me hacían eternos. Un día monté una fiesta y me fundí en una noche todo lo que había ganado. No podía seguir así».
Enrique lleva relativamente poco yendo a las reuniones de Alcohólicos Anónimos, pero se ha dado cuenta de que aquellas personas que van con él son las únicas que le pueden ayudar. «Ahora soy una persona. La gente me saluda y gracias a Dios estoy empezado a estar a gusto conmigo mismo».
Ser alcohólico no significa beber todos los días. Hay quienes no son diarios, sino sólo de fines de semana. Matías es uno de esos casos. Matías estuvo viviendo en Francia. Fue uno de esos emigrantes que un día cogió las maletas en busca de un futuro mejor. Fue allí donde se aficionó al alcohol. «Yo empecé tarde. Me daba cuenta de que cuando bebía lo exacerbaba todo, y más mi ego. Tengo nietos y fueron ellos los que más percibían mi defecto», dice Matías con esa sabiduría que encierra la experiencia. Este hombre dice que va a Alcohólicos Anónimos porque «no tenemos otro sitio donde ir». «Aquí cada uno viene y se corta su traje y luego se lo hace a medida», dice en plan metafórico. También comenta que en esas reuniones se ha dado cuenta del cambio que van sufriendo las personas que allí acuden «porque vamos descubriendo cosas en otros, que al fin y al cabo somos nosotros mismos».
En la reunión también hay una mujer y un chico extranjero, pero ellos no quieren exponer su caso ante el periodista. Prefieren escuchar a sus compañeros.
Ramón empezó a beber muy joven. El alcohol fue muy duro con él porque cuando tocó fondo ya había perdido a su mujer y sus hijos. «Estaba hecho una piltrafa», dice ahora con el orgullo recuperado.
Ramón estuvo mucho tiempo sin beber pero recayó a los 33 años. Tenía un buen trabajo y una empresa que atender. La empresa empezó a tener número rojos porque todo lo que ganaba Ramón se lo gastaba en alcohol. Convirtió el domicilio familiar en un infierno. Muchas veces dormía en las barras de los bares, padeció varios «delíriums trémens» y llegó incluso a robar para seguir manteniendo su reputación de alcohólico. «Pasé un calvario. Sembré el terror en mi casa. Esto no se lo deseo a nadie. Hasta que descubrí Alcohólicos Anónimos y empezó mi recuperación. Ahora he recuperado a mi mujer y mis hijas».
Tanto Ramón, como José Manuel, otro de los reunidos, consideran que lo que padecen es una enfermedad y que por eso no se pueden sentirse culpables de nada. «Si padezco, por ejemplo, un cáncer, no puede pedir perdón por eso. Pues esto es lo mismo. Esto es una enfermedad».
600 euros en una noche
José Manuel ha robado, ha mentido y ha hecho cosas que recordarlas ahora le da cierto rubor, como jugarse una noche 600 horas en las máquinas tragaperras. Pero lo dice abiertamente porque sabía que cuando estaba preso de los efectos alcohólicos no era consciente de lo que hacía.
«Me di cuenta de que había tocado fondo cuando me mujer me dijo que se iba de casa. ¿Por qué se va?, me pregunté. Y entonces comprendí que no podía seguir así. Yo vine a Alcohólicos Anónimos obligado por mi mujer. Ella me dijo que si no pedía ayuda, me abandonaba. Y aquí estoy. Por lo pronto he recuperado mi dignidad. Aquí encuentras almas gemelas y esto me ayuda a no recaer. Porque esa es otra, las recaídas son tremendas. Pero por lo pronto he aprendido a vivir sin alcohol. Ahora soy «amo de casa» y estoy encontrando mi vida».
Manolo era fontanero, reconoce que un buen fontanero porque tenía trabajo por demás. Hasta que se interpuso el alcohol. «Lo necesitaba para olvidarme de los problemas, aunque en realidad ahora comprendo que no tenía problemas».