Corrían los años 80 cuando la rutina le hizo caer en las redes de los juegos de azar. Antonio P. y sus compañeros ponían a escote 400 de las antiguas pesetas para jugar en la tragaperras del bar a modo de diversión. Sin embargo, este militar coruñés pronto se dio cuenta de que lo que parecía un simple pasatiempo, se estaba convirtiendo en uno de sus grandes problemas.
«De pronto, me vi yendo a jugar solo. Me lo pedía el cuerpo», explica Antonio. A los 35 años, comenzó su adicción. «Pedía el anticipo de la nómina. Luego, una tarjeta de crédito con 150.00 pesetas. Acabé solicitando un préstamo de 1.300.000 pesetas para poder jugar», señala. Incluso llegó a vender su colección de sellos, estilográficas o monedas de oro. Antonio argumentaba a su familia esta necesidad ecónomica construyendo un mundo de mentiras. «Les decía cosas como que había que reparar el coche», explica el militar.
Aunque el caso de Antonio no es de los más extremos, sus familiares notaban su cambio. «Yo era extrovertido, alegre y dejé de serlo. No hacía nada con mis hijos. Dejé el fútbol, la lectura… Me echaba en la cama y rompía a llorar», recuerda Antonio.
Así durante más de siete años, hasta que su hija se plantó y le dijo: «Eres ludópata». Él no tardó en negarlo, pero no contaba con la amenaza de su mujer. «Me dijo que iba a tratamiento o que se iba a vivir a casa de mi hijo», explica, «así que accedí, pero como si le estuviera haciendo un favor a ella».Y es que Antonio, que ahora dedica parte de su tiempo a ayudar a otros enfermos, asegura que «el que está mal, no se cura sin ayuda». Actualmente, entre otros, asiste el caso de un joven con 18 años recién cumplidos que sufre adicción al póquer.
«La ludopatía destroza muchas familias», asegura Antonio. En su caso, la enfermedad no pudo con su familia. «Tengo la suerte de que estamos muy unidos.» Fueron ocho meses de tratamiento. Poco a poco la normalidad volvió a entrar por la puerta de su hogar. Antonio recuerda especialmente el día en que sintió recuperar la confianza de su mujer. «Me dio dinero para ir a comprar a la plaza. Cuando llegué a casa le di el tiquet, y ella, sin mirarlo, lo rompió por la mitad».