«Psicológicamente, enfermamos mucho. Más que físicamente», dice Younes, un joven marroquí que llegó a Canarias en 2020, tras seis días de viaje en los que tuvieron que achicar agua de la patera en la se aventuró. Desde que se echó al mar, su situación no hizo más que empeorar. Pasó días hacinado en el ya cerrado muelle de Arguineguín, en Gran Canaria, donde llegaron a apelotonarse casi 2.000 personas recién rescatadas del mar en un espacio para 300. Tuvo una tregua durante la temporada en la que fue acogido en un hotel, pero desde que empezaron a funcionar los improvisados campamentos del llamado Plan Canarias fue trasladado a las carpas de la nave Canarias 50, en la misma ciudad. Vuelta al hacinamiento, dormir sobre lonetas, comida escasa y poco variada, ausencia casi total de baños e higiene, falta de atención sanitaria y, sobre todo, un bloqueo en la isla que le impedía cumplir su objetivo: enviar dinero a su familia. El día en que una tormenta inundó de aguas fecales la estancia fue la gota que colmó el vaso. Prefirió vivir en la calle antes que en los dispositivos de acogida de migrantes del Gobierno. Y todo ello le está pasando factura, no solo física, sino emocional. «Vivimos en el horror, no se puede dormir, uno se duerme por puro agotamiento», afirma.

Este es solo uno de los numerosos testimonios de personas migrantes que han llegado a Canarias y Melilla en el último año recogidos por la ONG Médicos del Mundo, que este martes presenta su informe «La salud naufraga en la frontera sur«, un título que comparte con el corto documental que han realizado, en el que aparecen más testimonios.

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