¿Participaría en una investigación para demostrar la eficacia de un medicamento? Según Julio Bobes, psiquiatra y profesor de la Universidad de Oviedo, lo haría si estuviera enfermo y confiara en que tal fármaco le va a ayudar. ¿Y si no tiene conciencia de su enfermedad? Quizás obviase la llamada e hiciera algún comentario sobre el «cobayismo» en la medicina moderna. Algo parecido es lo que se ha encontrado un equipo de investigadores de Oviedo al buscar personas con adicción al alcohol leve y moderada. El teléfono sonó muchas veces, pero en la mayoría de los casos del otro lado había un trastorno severo, inadecuado para el ensayo.

«Por cada dos personas que conseguimos con problemas leves y moderados, tenemos ocho más con una adicción grave», explica Bobes, que coordina en la Universidad el estudio «Esense 2», en el que participan otros centros españoles y europeos. El nuevo fármaco pretende «reducir la ingesta y la apetencia de beber alcohol para que los pacientes puedan controlarse mejor y tengan menos cuadros de abstinencia».

Para que una nueva píldora llegue al mercado tiene que pasar por tres fases: una primera de ensayo en animales, una segunda con voluntarios y la tercera o preclínica, con enfermos. En el caso del alcoholismo, los últimos no suelen pedir ayuda hasta que el problema es grave, «cuando hay daño físico, el hígado tiene mucha disfunción y el sistema periférico tiembla».

Pero existen otros síntomas y, a juicio del doctor Bobes, «la percepción del riesgo entre la población es muy baja. En una sociedad tradicionalmente vitivinícola como la nuestra hay muchos adictos al alcohol con intensidad muy elevada, y los patrones patológicos están normalizados».

El consumo de bebidas alcohólicas es casi omnipresente, y resulta difícil establecer una frontera clara entre el uso y el abuso. No en vano, la palabra alcohol proviene del árabe y se traduce como «el sutil», tanto que difumina la frontera entre el gesto de levantar un vaso de vino en señal de celebración y la presencia de una patología. En psiquiatría se habla de alcoholismo «cuando el individuo nota manifestaciones físicas o psicológicas al pasar unas horas sin beber». Es en los estadios previos, cuando el alcohol comienza a dañar la salud física, mental y social, cuando la intervención médica es más rentable. El médico lo compara con un coche: «No es lo mismo llevarlo al taller con los primeros fallos que cuando ya está para el desguace».

Tres grupos de individuos

Para reclutar pacientes se utilizó, sobre todo, la vía sanitaria, «los que solicitan ayuda a través del médico de familia o son enviados a los centros de tratamiento», señala Bobes. También se usaron los medios de comunicación, a través de los que pretendían llegar a quienes no tienen mucha conciencia de tener una enfermedad. Sin embargo, para el ensayo en Oviedo sólo han conseguido reunir a unas quince personas y el ensayo sigue abierto a la participación. Presentarse no implica dejar de beber, pero sí pasar un chequeo médico y una entrevista personal (que determinarán si se es apto) y recibir un tratamiento que puede contener el medicamento activo o el placebo, una sustancia que no tiene ningún efecto. Un tercer y último grupo tomará la molécula y además recibirá tratamiento psicológico. Si el fármaco demuestra que es eficaz, cuando el estudio finalice «debería haber mayor respuesta en los que tienen una combinación del tratamiento farmacológico y psicológico», apunta el psiquiatra.

El alcoholismo es una enfermedad reconocida por el sistema de salud español desde los sesenta y ya existen en el mercado fármacos para combatirlo. Lo que diferencia a la nueva píldora es, además de su composición química, la forma en que influye en el cerebro del paciente. La pastilla que se prescribe desde hace tiempo reacciona cuando el individuo bebe y transforma el alcohol en acetona, de tal forma que sufre una intoxicación. Enrojece, tiene taquicardias, sudoración e inquietud, y se pretende que al tomarla recuerde que junto a una bebida alcohólica va a tener una reacción desagradable. Uno interviene como «castigo» después de haber bebido y el otro como freno aunque no se ingiera alcohol.

Lolo (nombre falso) tiene 59 años y parece cómodo en una de las sillas que forman un círculo en el grupo de apoyo a la abstinencia de La Corredoria. Con las manos entrelazadas y la mirada fija rememora lo angustioso que es intoxicarse con acetona y lo destructivo que puede llegar a ser hacerlo con alcohol. Hijo de alcohólico, empezó a beber a los 16 años y a los 18 «ya tenía muchos problemas». Lleva 32 años sin ni siquiera probar un bombón con licor y lo ha conseguido con tres pilares: la medicación, los grupos de apoyo y su propia voluntad de «estar veinticuatro horas sin beber. Mañana no sé qué pasará». Cuenta que no lo hubiera logrado de no ser por sus compañeros de terapia, a la que llegó pidiendo que le enseñasen a beber sin emborracharse. Hoy sabe que tiene una enfermedad crónica, «que estar bien depende de no probar la primera copa» e intenta compartirlo con Juan (también nombre falso).

«Llevo un mes sin beber. Sé que tengo mucho camino que recorrer, pero entre lo poco que yo pongo y lo mucho que ellos aportan, espero conseguirlo». Juan habla nervioso, con la mirada entre el suelo y la complicidad de Lolo, que no duda ni un segundo en afirmar que participaría en cualquier investigación con tal de «que fuese para mejorar el nivel de vida de la sociedad y de los alcohólicos». Juan responde: «Yo, lo mismo». Son conscientes de que tienen una enfermedad.