Los controles policiales son frecuentes en la zona que tiene una delincuencia marginal. El fin de semana la población flotante crece: son los que van a abastecerse.

Está en mitad de la nada, en uno de los reductos más marginales de la ciudad. Los coches le pasan a ambos lados, casi rozándola. La lluvia la empapa, y ella, indiferente, en medio del barrizal de la vía principal, sostiene una bolsa de plástico en una mano. Ha tirado la toalla. Hace dos años y medio que no sale del poblado de «Las Barranquillas», el mayor hipermercado de tráfico de drogas a pequeña escala, no ya de España, sino de Europa.

Vive en unas viejas tiendas de campaña, descoloridas y mil veces cosidas, cerca de la narcosala. Como ella, hay un centenar de toxicómanos, los más deteriorados, malviviendo en esa ciudad fantasmal, ejerciendo, la mayoría, de «machacas» del traficante, como esclavos en pleno siglo XXI.

Esclavos de los vendedores

«¡Mila, échate a un lado: te va a pillar un coche!», le dice un policía de paisano de la Comisaría de Villa de Vallecas. «¡Ojalá!», replica ella, mientras los ojos se anegan de lágrimas. Sólo tiene 32 años pero aparenta muchos más. En su rostro y en su cuerpo lleva marcadas las huellas delatoras de un ceremonial destructor con un único final: la muerte. Parece esperarla.
«¿Cómo lo llevas guapa?», inquiere el agente. «Muy mal. Estoy recogiendo «chutes viejos» -jeringuillas usadas- para cambiarlas por nuevas y venderlas. A ver si puedo «pillar» algo», explica hastiada y con la mirada vacía. Consume cocaína y heroína, como el 98 por ciento de los que frecuentan la zona.

A retazos, mientras se lo permite el nudo que tiene atravesado en la garganta, cuenta la historia de su vida. «Tengo dos hijos, un niño, de 12, y una niña, de 8, a los que no veo desde hace muchos años; desde que mi madre me arrebató su custodia» «Están mejor con ella que contigo, eso tienes que reconocerlo», afirma el funcionario. «Sí, pero lo que no perdono es que la misma persona que me abandonó cuando yo tenía 8 años, como a mis cuatro hermanos, me impida encontrarme con ellos; es injusto», relata.

Historias parecidas a ella hay a cientos, aunque no faltan las que están a años luz. Es viernes por la tarde y este núcleo irreal, anegado de agua, Inmobiliario parece más oscuro y tétrico que nunca. Los fines de semana aumenta la «población flotante» que acude a «pillar» para su consumo particular o para traficar. «Vienen de todas las provincias limítrofes: Toledo, Cuenca, Ciudad Real…, y de otras más lejanas, como Valladolid o Zaragoza», aseguran los agentes.

Precios y calidades
Los precios y la calidad de las sustancias que venden, únicamente heroína y «coca», son las razones que hacen que, gentes de toda clase y condición, fieles a su cita se adentren en las entrañas del poblado. Una micra «papelina» de cualquiera de estas sustancias se vende a 5 o 6 euros, por lo que un gramo a 50 o 60 euros, según como esté el «negocio», unas cifras que se duplican en los locales de ocio de la capital.

Por ello, el goteo de personas en la entrada que conduce a la única calle principal, por llamarla de algún modo, de la que salen pequeños callejones a lo largo de los cuales se concentran los 70 puntos de venta, no cesa. Ni tampoco el tráfico rodado. «Aquí obras no hay, pero atascos…, esto a veces parece la Gran Vía», indica el patrulla.

Sorprende observar cómo chicos jóvenes y parejas con aspecto de estudiantes y empleados de cierto nivel enfilan, tan tranquilos, la vía longitudinal, como si estuvieran transitando por cualquier zona de la ciudad.

Si no fuera por el lugar, nadie sabría a qué van y qué les sucede. Mientras se cruzan en su camino con otros «muertos vivientes» con las huellas de su adicción más o menos palpables, en función de los años y las cantidades que ingieren. Los hay incluso harapientos y descalzos, con la piel cetrina por la suciedad y una maraña en la cabeza, buscando un espejo para ayudarse a inyectarse su dosis. Nadie mira. Es el pan nuestro de cada día.

Para los novatos o para quienes no se atrevan tienen quien les haga ese servicio: los «boteros». Mezclan el estupefaciente en una lata abierta de refresco o cerveza adquirida en las tiendas que pululan por aquí y les buscan la vena y le meten el «pico». Son toxicómanos experimentados que, a cambio, se quedan con la cantidad que ha quedado adherida en el fondo del bote.

Estado del coche=grado de adicción
A los consumidores esporádicos se les reconoce a la lengua por su aspecto normal y corriente. Vienen aquí a «pillar» de cuando en cuando para una fiesta, un cumpleaños, un puente, vacaciones, etc., sin embargo con el paso del tiempo, muchos de ellos terminan frecuentando Las Barranquillas con más asiduidad y, la mayoría, acaba bastante mal, agregan.

Resulta curioso que el deterioro que causan las drogas vaya en paralelo al estado del vehículo que utilizan. «Dime que coche llevan y te diré su grado de consumo. Al principio, los que tienen un buen nivel económico traen coches nuevos e incluso de alta gama, después cambian a uno más normalito, luego a uno de segunda mano, y si siguen tocando fondo, acaban en uno destartalado viviendo aquí».

Por ello, en plena hora punta de un negocio ilícito que está abierto las 24 horas los 365 días del año, no resulta sorprendente ver un Mercedes descapotable con la capota bajada por el fuerte aguacero, un Audi o un Volvo, con los más corrientes, y los inservibles que utilizan para fumarse un «chino» -cigarrillo de mezcla de «caballo» y «perico» -, o inyectándose un «chute» de cualquiera o las dos sustancias. Los más tirados cruzan la M-40 – son frecuentes los atropellos- y bajan a pie, arrastrándose.

Lucrativo negocio

En este particular pozo en los que algunos hace tiempo que tocaron fondo y otros apenas lo han rozado, acuden cada día entre 2.000 o 3.000 personas con distintos grados de drogodependencia a cuestas. Los desaprensivos que se benefician de su mal, medio centenar de personas de los 70 puntos de venta, pueden obtener, en función del día, 500.000 euros en total, tirando a la baja, por dar salida a cinco kilos de heroína y otros tantos de «polvo blanco».

Las cuentas son fáciles: si la venta de un gramo oscila entre los 50 o 60 euros en estas «franquicias» de venta a pequeña escala, que tienen cada una la sucursal cercana, Cañada Real, para las cantidades más grandes con el fin de asegurar y atraer este enorme mercado, basta hacer cuentas con la cantidad que suministran. El negocio genera tantos beneficios como perjuicios acarrea a quienes conforman la demanda, y, o no pueden, o no quieren salir de ese infierno.

El mercado se lo reparten media docena de clanes gitanos. Aunque no pisan la zona, salvo una minoría, disponen de una férrea organización. Regentan el local indirectamente, a través de terceros, o alquilan la chabola por cantidades millonarias. Establecen tres turnos de ocho horas cada jornada.
Cada encargado -de su confianza- lleva la cantidad de sustancia que calcula que podrá dar salida. Cuando termina, rinde cuentas al jefe y le entrega el dinero que hayan pactado. Si le sobra droga se la devuelve y si le falta, basta un telefonazo para que alguien se la lleve. De ahí que la Policía no se incaute de grandes cantidades en esta zona.

«Farmacia de guardia»

A pesar de su frágil apariencia, estos «puestos de venta» -favelas- están blindadas y tienen dos entradas de madera maciza con una lámina de hierro en medio. Tienen un vigilante -«el machaca»- que ejerce esa labor y franquea la entrada a los clientes habituales. También se encarga de captarlos y de dar el «¡Agua!» cuando los agentes les acechan. En el interior, hay que traspasar una segunda barrera en la cual hay una segunda persona. A ella le pide la dosis necesaria y le entrega el dinero. Éste, por el móvil, avisa al encargado, que está en otro habitáculo en el que hay una mesa y un pequeño peso. La sustancia se la entrega a través de una pequeña ventana, como si de una farmacia de guardia se tratase. Una estufa, encendida tanto en invierno como en verano, en la parte más escondida del recinto, sirve para deshacerse de la droga en caso de peligro, o también un barreño con agua y lejía.
Las hogueras en las puertas y el montón de madera apilado que recoge el «esclavo», a cambio de una dosis, señala que ahí se vende. Marga atiza una, a la salida de Las Barranquillas, Es un esqueleto andante que apenas tiene nariz. Se la ha comido la «coca». Está «colgada», pero lo niega. Su imagen espanta. Como los casos que cuentan los policías, que patrullan a menudo por este lugar, Ambulancias privadas, camiones de gran tonelaje, taxis y furgonetas de reparto aparecen de vez en cuando por este lugar fantasmal, afirman los agentes. «Son un peligro público porque están de servicio». La noche cae, y el trasiego no cesa. Marga, Mila y cientos de personas como ellas se sumergen en sus particulares viajes, aunque no tengan retorno.