La noticia ha sido que informes de Naciones Unidas sitúan a España a la cabeza del ranking internacional del consumo de cocaína y que en el consumo de otras drogas tampoco salimos bien parados. ¿Puede esto ser verdad? Desgraciadamente sí. ¿Algo que comentar? Dos cosas:

Una, nuestro país mantiene una difícil relación con determinadas organizaciones internacionales que se ocupan del tema. Otra, no sólo ha aumentado el consumo, también ha disminuido la percepción social del problema.

Ya en 1909 los países firmantes del convenio de Shangai –entre ellos Alemania, Inglaterra y la antigua Persia- que controlaban el tráfico de opio con China, acusaron a España injustamente de ese tráfico. Después de aquello España no firmó convenios internacionales en la materia durante algún tiempo. Cuando, durante el franquismo, ratificó la Convención de Estupefacientes, lo hizo con diez años de retraso. Más recientemente, en contra de la opinión de algunos países, en 1984 se despenalizó el consumo y en 1996 se comenzaron a abrir narcosalas. Esto no ayudó a disminuir la suspicacia, sólo comparable a la que despierta un país como Holanda. ¿Puede eso influir en que se dé publicidad a unos aspectos sobre otros en el escenario internacional? Sí.

Esa fama no hace justicia, por ejemplo, al importante esfuerzo desarrollado por España en materia de drogodependencias, sobre todo en las áreas de asistencia, cuya calidad está fuera de toda duda, y en la epidemiológica, cuyos datos son bastante más fiables que en la mayoría de los países, lo que junto a la despenalización (la gente contesta con más libertad en la encuestas) puede producir cierto efecto inflacionario de las cifras españolas.

En cualquier caso consumimos mucha cocaína, mucho alcohol, mucho hachís y mucho tabaco. Y de un tiempo a esta parte no parece que seamos, como sociedad, más conscientes de los daños y los riesgos que provocan estas drogas. Quizá hemos avanzado en reconocer que cuando fumamos podemos perjudicar a terceros y en que la combinación de alcohol y conducción es muy peligrosa. Pero, ¡ojo!, sólo hablamos de mayor consciencia, no de grandes cambios de conducta, que al final es lo que importa, aunque por algo hay que empezar.

Si queremos afrontar el problema hemos de comenzar por reconocer que el fenómeno nos afecta a todos de una u otra manera, vaya, que se trata de un problema social, no de un problema de los otros.

Siempre ha existido la tentación de reducir el fenómeno a una combinación de medidas públicas y privadas que se resumen en el binomio de represión y compasión. Medidas públicas de represión para un asunto intolerable públicamente y compasión privada para el que tiene problemas pero es amigo o de la familia. En ese último caso hay que buscar medidas privadas y discretas. Lo malo de ese planteamiento, además de la doble moral que implica, es que no todos tienen medios para esas medidas privadas y discretas (como ocurre actualmente con los cocainómanos de alto poder adquisitivo). Esa forma de ver las cosas se vio desbordada en los años 80 y primeros 90 por una respuesta social que exigía soluciones, llegando a crear un auténtico movimiento social sobre todo aquí en Andalucía. Quizá el último movimiento social no sindical ni politizado del siglo pasado.

Algunos afirmaron que aquello no era solidaridad ni compromiso social, sino puro y simple temor. Temor a que los yonquis nos asaltaran o nos contagiaran. Pero no, no fue sólo eso. La sociedad fue capaz de ofrecer respuestas generosas y exigentes que terminaron situando el asunto como un problema de estado.

Es necesario volver a aquella consciencia social que nos involucraba individual y colectivamente. No podemos seguir pensando que el problema es de terceros. Eso mismo es lo que contestan nuestros adolescentes cuando se les pregunta, incluso los que están consumiendo o abusando: “yo controlo, el problema es de los que no controlan” (que, claro, siempre son los otros).

El Gobierno no debería dejar de invertir recursos en investigación, prevención y atención y continuar reflexionando seriamente sobre el fenómeno con los demás agentes sociales. Los gobiernos autonómicos y los locales deberían hacer lo mismo de forma coordinada. Este tema no se puede gestionar como un asunto rutinario. Los problemas de salud en los que interviene la conducta humana no se pueden gestionar como si fuesen enfermedades infecciosas, epidemias o simples delitos. Dependen del comportamiento humano y éste no se cambia así como así. No se trata sólo de controlar, administrar y castigar. En este campo para vencer hay que convencer, y hoy por hoy la sociedad española, desgraciadamente, no está convencida de que las drogas representen una amenaza para ella.

Aunque muchos hayan perdido la fe en la política, si conseguimos que el tema suba unos enteros en la escala de las preocupaciones de los españoles de las encuestas del CIS, veremos a nuestros ministros, consejeros y concejales buscando recursos y ofreciendo soluciones como locos. Para ello debemos empezar por donde siempre se empieza cuando queremos solucionar un asunto: por nosotros mismos y nuestro entorno inmediato

Firmado: Alfonso Ramírez de Arellano Espadero