¿Cómo prevenir a mis hijos/as de los consumos cuando yo he sido consumidor de drogas fiscalizadas?

El proceso de normalización de las sustancias fiscalizadas acaecido en las dos últimas décadas ha provocado múltiples consecuencias, tanto en las políticas de drogas como en las estrategias de prevención y asistencia. En el presente texto quiero abordar una de estas consecuencias, aunque bastante disimulada para las miradas profesionales, pero que considero de suma importancia para mejorar las estrategias preventivas dirigidas a las familias. Estoy hablando de las madres y los padres que son o fueron consumidores de drogas, mayormente de cannabis. Lo que sigue a continuación no deja de ser una compilación, breve y seguramente insuficiente, de las ideas principales del libro «Del tabú a la normalización. Familias, comunicación y prevención del consumo de drogas».

La irrupción de los consumos recreativos de drogas entre la juventud española convirtió a la familia en el baluarte antidrogas. Se la conceptualizaba como la institución más importante a la hora de proteger a sus vástagos de la terrible amenaza que suponía «la Droga». Durante los setenta, ochenta y novena, los padres y madres de los adolescentes y jóvenes estaban extremadamente alejados de la realidad de los consumos de drogas. Su ocio juvenil había sido escaso, por no decir nulo, y las únicas sustancias conocidas era el alcohol y el tabaco. La única información disponible era la ofrecida por los medios de comunicación en clave tremendista y alarmante. El miedo era la emoción inoculada para entender el fenómeno de las drogas y el rechazo la única estrategia viable para mantener las drogas alejadas de los hijos/as.

Las miradas tremendistas sobre las drogas provocaron que en el seno familiar se construyera un tabú sobre las drogas. Los padres y madres decían «no os droguéis» y la única opción válida para la descendencia era hacerlo o hacer ver que se abstenía. En ocasiones, el tabú era (y aún es así en algunas familias) tan acentuado que casi no hacía falta decir nada «porque ya estaba todo dicho». Este tipo de lecturas provoca que la cuestión de las drogas se convierta en un asunto de orden moral. El bien es abstenerse y el mal drogarse. Por tanto, los hijos/as consumidores de las familias donde reinaba el tabú se quedaban desprovistos del apoyo familiar, y más allá de esto, las madres y los padres se convertían en «policías caseros». Cuando la cuestión de los consumos planeaba por la vida familiar, entonces empezaban el juego del gato y el ratón: los hijos escondían su relación con los psicoactivos y los padres/madres estaban al acecho de cualquier indicio que los delatase. Situación que provocaba, normalmente que los progenitores conociesen los consumos cuando la adicción ya había hecho acto de presencia. En consecuencia, el tabú hacia las drogas posibilitaba la prevención basada en el rechazo y el miedo a todo aquello que remetiese a drogas. La comunicación era inexistente (ya de por sí muy escasa en familias autoritarias y patriarcales) y la distancia emocional y simbólica entre padres, madres e hijos/as era insalvable.

El proceso de normalización dio un vuelco al escenario de los consumos de drogas, y de rebote a la prevención en el ámbito familiar. La normalización, llanamente, la podemos entender como el proceso sociocultural que desplaza los consumos de drogas de los márgenes sociales a la corriente principal. La normalización posibilita que un mayor porcentaje de población, sea o no consumidora, conozco la realidad de las drogas, y disponga de herramientas eficaces para evaluar los placeres y los riesgos de su uso. Por tanto, supera la mirada maniquea de la abstención versus la adicción porque reconoce usos sensatos y placenteros de los consumos (Nota: Para conocer más detalles de la normalización en clave española puede consultarse: Martínez Oró, D.P (2015). Sin pasarse de la raya. La normalización de los consumos de drogas. Barcelona: Bellaterra.). La normalización posibilitó qué desde finales de los ochenta, y muy especialmente a lo largo de la década de los noventa, millones de jóvenes españoles gozasen del ocio nocturno y los consumos de drogas. Estos jóvenes, ahora en 2017, son los padres y madres de los actuales adolescentes, es decir, padres y madres que disponen de un conocimiento sobre las drogas fundamentado en su propia experiencia, algunos de ellos aún consumidores. Y, aspecto muy importante, nuestra hipótesis es que, si la normalización se acentuó durante la primera década del siglo xxi, en los años venideros el porcentaje de madres y padres de adolescentes que son o han sido consumidores recreativos de drogas será aún mayor. Situación que nos obligará a diseñar estrategias de prevención acorde a sus necesidades y conocimientos. Reto importante para todos nosotros.

Pues bien, el proceso de normalización ha roto el consenso discursivo de las familias españolas. En la actualidad encontramos cuatro grandes posiciones de las familias ante los consumos de drogas. La posición de una madre o un padre hacia las drogas viene determinada tanto por su experiencia personal con el consumo de drogas como por su sistema de valores que tolera en mayor o menor medida los consumos. La posición clásica de la familia ante los consumos de drogas es la hegemónica: los padres y madres nunca consumieron drogas y presentan un bajo umbral de tolerancia hacia los consumos. La precavida, conocieron la realidad de los consumos, pero nunca subvirtieron el discurso prohibicionista o por una cuestión de deseabilidad social se inhiben de mostrar actitudes que vayan en contra de los que se espera «de los buenos padres», es decir, rechazar sin vacilar cualquier actitud complaciente con los consumos de drogas. La tolerante, nunca consumieron drogas, pero con la voluntad de mantener una relación próxima con los hijos/as deciden aumentar su nivel de tolerancia y aceptar ciertos usos de sustancias, siempre y cuando sean compatibles con las responsabilidades cuotidianas. Y, la transformadora, consumieron drogas durante su juventud, muchos de ellos aún pueden consumir esporádicamente, y algunos, pueden tomar cannabis habitualmente. Los transformadores dominan el discurso de la normalización y por tanto son los agentes clave para alcanzar una prevención basada en la normalización.

Quiero destacar el concepto de la «prevención basada en la normalización». Considero que es cabal para aplicar prácticas preventivas sensatas y eficaces en un escenario de los consumos de drogas dominado por el escenario de la normalización. Por tanto, la prevención basada en la normalización representa un vuelco a la prevención fundamentada en la alarma y el rechazo. Entendemos por prevención basada en la normalización como el conjunto de prácticas y acciones fundamentadas en el discurso de la normalización, que ofrece herramientas preventivas para manejar asertivamente los riesgos asociados a las drogas.

Sus premisas son:

  • Los consumos de drogas deben analizarse sin juicios morales.
  • Drogarse es una acción que entraña riesgos como tantas otras prácticas sociales.
  • Consumir es asumir riesgos, pero hacerlo sin conocerlos es potencialmente más peligroso.
  • Debido a la desigualdad social las drogas continuarán generando problemas.

Sus objetivos son:

  • Potenciar la abstención mediante información verosímil.
  • Mostrar una mirada elaborada sobre el contexto, las dinámicas de consumo, los efectos y las consecuencias de las substancias.
  • Fomentar el consumo sensato y el manejo asertivo de los todos los riesgos asociados a las drogas, también los derivados de la fiscalización.
  • Promover la responsabilidad y el autocontrol a la hora de afrontar los consumos.
  • Explicar los riesgos y los daños desde la sinceridad, con intención de no despertar la curiosidad ni connotar positivamente los consumos.
  • Advertir que las substancias se utilizan con múltiples finalidades y provocan disfuncionalidades si se abusa de ellas.
  • Superar los enunciados maniqueos centrados en la abstención o en la adicción.
  • Reducir la incidencia de consumidores problemáticos.
  • Ahuyentar los miedos irracionales
  • Desterrar la atracción por lo prohibido.
  • Desmontar los mitos asociados a los consumos de drogas.
  • Fortalecer la igualdad de género.
  • Trabajar para mantener abiertos los puentes de comunicación con el objetivo de que padres y madres continúen funcionando como referente educativo.
  • Eliminar el tabú que impide los abordajes sensatos.
  • Analizar todas las situaciones, también las más novedosas y emergentes, para conseguir ofrecer un discurso netamente preventivo.
  • Amortiguar la estigmatización y la criminalización del consumidor/a.
  • Convertirse en el discurso utilizado en la prevención escolar, comunitaria y familiar.

En el contexto familiar, los padres y madres transformadores están llamados a ejercer una prevención fundamentada en la normalización si no quieren caer en los errores del pasado, donde el tabú y la falta de comunicación dominada el seno familiar. Pero ¿cómo prevenir a los hijos/as cuando la realidad de la prevención está dominada por la alarma? La respuesta es compleja, y por eso, la gran mayoría de transformadores, durante la infancia de los hijos/as optan por omitir sus consumos y obvian hablar «más de la cuenta». En el caso de que los hijos/as les pregunten directamente sobre los porros, con la intención de aminorar la curiosidad algunos prefieren connotarlo negativamente, porque consideran que durante la infancia es el único mensaje posible. Esta estrategia sigue la lógica abstencionista y será efectiva únicamente si los hijos/as se mantienen abstinentes. Otros intentan explicar, de la forma más pedagógica posible, sus características y riesgos, ofreciendo la información más veraz posible, con el objetivo de despejarles sus dudas pero sin ofrecer ninguna referencia explícita a su experiencia personal. Esta vía es más sensata ya que presentan las características del cannabis de forma neutra. A pesar de esto, algunos consideran que hablar de los porros sin hacer referencia a sus consumos es engañarles. Desde nuestro punto de vista es acertado porque se transmite la información justa y necesaria y durante la infancia es secundaria la experiencia paterna o materna. Cuando sea el momento ya se hablará con conocimiento de causa.

Una minoría de transformadores siempre han fumado en presencia de sus hijos/as como una actividad como cualquier otra: «no nos cortamos, nunca nos hemos cortado, y los niños lo ven como algo natural», nos comentaba un participante en un grupo de discusió. No se esconden porque, aunque sea una actividad estigmatizada, consideran que no hay nada que ocultar y si lo hiciesen representaría un ejercicio de cinismo. Entienden que normalizar el cannabis es la mejor forma de prevenir los consumos sin reproducir viejos tabús. Durante la primera infancia (hasta los ocho o nueve años), los infantes observan fumar cannabis sin darle excesiva importancia, porque no diferencian el cannabis del tabaco.

Los transformadores que durante la infancia han escondido sus consumos de cannabis entienden sus experiencias con ambivalencia. Por una parte, dominan el discurso de la normalización, pero, por otra parte, desconocen cuál es el nivel de información y vivencias que deben compartir para convertirse en buenos modelos preventivos, sin que sus hijos/as banalicen los riesgos, descontrolen y finalmente desarrollen problemas. Les acechan preguntas como ¿Es oportuno explicar mi relación con las drogas? ¿Les será de utilidad? ¿Es sensato hacerlo o voy a potenciar los consumos? ¿Qué debo y no debo explicar? Es complejo calibrar qué aspectos de la experiencia funcionarán preventivamente y cuales precipitarán los consumos.

Algunos, ante la controversia que les genera encarar la realidad de sus consumos, retrasan reconocer su experiencia hasta que no les queda otra opción que emplearla, porque sus hijos/as han realizado los primeros escarceos con los psicoactivos. Esta actitud es producto tanto del bajo compromiso con el discurso de la normalización como de la aceptación tácita de la hegemonía prohibicionista. Cuando deciden hacerlo, reconocen sus vivencias para mostrar a sus hijos/as «que saben de qué hablan y no les pueden engañar». Valerse de su conocimiento exclusivamente para advertirles que «conocen de qué va el asunto» en ningún momento es preventivo si no se acompaña de mensajes adecuados, como por ejemplo enseñarles unos patrones de consumo sensatos o fortalecer la responsabilidad. Entre quienes tienden a silenciar sus consumos, si sus hijos/as nunca se drogan es probable que se desplacen hacia la posición precavida.

Durante la adolescencia es recurrente que empleen la estrategia «gota a gota», es decir, revelar su experiencia lo mínimo posible, exclusivamente para ilustrar alguna situación determinada, especialmente de carácter peligroso. Creen que deben ofrecer la información justa y necesaria, sin excesivos detalles, y ni mucho menos connotar sus vivencias positivamente. En todo momento consideran antipreventivo que sus hijos/as conozcan detalles de sus juergas de juventud o mostrarles situaciones que están totalmente desaconsejadas para los adolescentes. Por eso, con finalidades puramente preventivas, pueden alterar el recuerdo: «les cuentas algo, de lo que yo he hecho de la misa la mitad ; o mentir porque saben que su modelo deviene peligroso: «no les puedes decir “es que yo a los trece años ya venía borracha”» o «cuando me preguntó a qué edad fumé el primer porro, no le dije a los catorce, le dije a los dieciocho». Reconocen que consumieron drogas pero no aceptan que sus consumos sean una treta para justificar los de sus hijos/as. La estrategia «gota a gota» es sensata porque permite ofrecer el mensaje de que los consumos no les son una realidad ajena y pueden hablar sin tabúes ni dramatismos. A la vez posibilita mantener una distancia simbólica entre padres, madres e hijos/as, necesaria para que el progenitor continúe funcionando como referente educativo. Cuando los padres estén desresponsabilizados de educar podrán contar los detalles que consideren oportunos, porque en ningún caso influenciarán en las actitudes hacia las drogas de su hijo/a adulto.

En el polo opuesto encontramos la estrategia «a manta», es decir, una vez reconocen los consumos, con intención preventiva explican con todo lujo de detalles sus experiencias, incluso las más salvajes y desbarradas. Parten de la idea de que su experiencia es preventiva porque explican la realidad de las drogas «tal como es», tanto la cara placentera como la cara más turbia, sin censuras ni tabúes. Consideramos antipreventivo explicar todas las experiencias, y más connotarlas de grandilocuencia y nostalgia. El modelo paterno y materno influye en las opiniones de los hijos/as, por lo tanto debe evitarse legitimar los consumos, y deben mesurarse qué experiencias se explican y cómo se connotan. Los hijos/as están en fase de crecimiento, detallar una realidad que les es aún alejada puede funcionar como añagaza y potenciar el ansia por drogarse. Además, los progenitores se desdibujan como referentes educativos para convertirse en unos colegas experimentados. Algunos fumadores de cannabis, para fomentar la abstención de sus hijos/as, pueden presentarse a sí mismos como malos modelos. Esta situación es idéntica a la de los fumadores de tabaco. En su voluntad de potenciar la abstención, o al menos retrasar la edad de inicio, se revelan como adictos, destacan la toxicidad de la substancia e intentan desmitificarla. De la misma forma que con el tabaco, esta estrategia es ambivalente, y en ocasiones será efectiva y en otras antipreventiva. Por una parte, es incoherente destacar los daños del cannabis pero a la vez omitirlos cuando fuman. Pueden explicar que cometieron el error de adquirir el hábito de jóvenes y ahora les aporta más inconvenientes que ventajas, y esto puede movilizar al hijo/a para descartar los consumos.

Los transformadores tienden a utilizar el estilo educativo democrático o indulgente, por lo tanto la comunicación es habitual y fluida. Cuando realizan prevención específica el diálogo se sustenta en la confianza. Saben, por experiencia propia, que prohibir y negar la realidad a través del silencio es del todo inútil, porque solo se consigue alejar a los hijos/as. Tal vez la comunicación es excelente, pero tal como hemos apuntado, también pueden ofrecer un modelo imperfecto. Con la intención de velar por el correcto desarrollo de sus hijos/as, atienden las preguntas que les hacen para ofrecer información precisa, tanto de los riesgos como de los placeres. Algunos transformadores se quedan sin herramientas preventivas cuando los hijos/as realizan consumos intensivos. Como presentan apuros para ofrecer una prevención basada en la normalización desconocen cómo actuar. En el caso que un adolescente fume compulsivamente, el motivo debe buscarse en los malestares emocionales, y difícilmente en los posibles consumos de sus progenitores. Estos poco pueden hacer cuando su hijo/a desprecia los valores adultos y su forma de entender la realidad. Ante las situaciones indeseadas algunos optan por abandonar el discurso de la normalización y apostar por estrategias de control. Es un error cambiar el enfoque preventivo porque solo conseguirán distanciarse aún más con sus hijos/as. Si la comunicación, la tolerancia y la confianza devienen insuficientes, será el momento de buscar ayuda experta.

Prevenir desde el discurso de la normalización permite ofrecer herramientas útiles para evaluar con fineza los riesgos de las diferentes substancias. Hablar de las drogas sin tabú ni pudor elimina los efectos perversos de la atracción hacia lo prohibido, por eso es recurrente que muchos adolescentes educados bajo el discurso de la normalización presenten escaso interés por las drogas. Desde nuestro punto de vista entendemos como razonable ofrecer estrategias preventivas que destaquen tanto los placeres como los riesgos. Esto hace preguntarnos: ¿la comunicación fundamentada en el discurso de la normalización puede funcionar como prevención iatrogénica? Es decir, con la intención de prevenir los riesgos estimulamos los consumos. Sin duda que la información puede generar daños iatrogénicos, pero entre la disyuntiva de informar para empoderar u omitir la comunicación para evitar la atracción, consideramos que asumimos menos riesgos cuando gozamos de información fidedigna que cuando la única prevención recibida es el silencio.

Quiero terminar el texto, con el último párrafo del libro «Del tabú a la normalización»:

La prevención basada en la normalización posibilita nuevas formas de entender las drogas fiscalizadas, pero la lógica normalizadora aún está lejos de alcanzar la hegemonía. Mirar a las drogas de frente es el único camino posible si queremos finiquitar los desencuentros tediosos de las familias con las substancias.