Cada vez que se menciona la necesidad de un cambio en el paradigma de la lucha contra las drogas o cuando hay un debate en el Congreso sobre regulación de sustancias psicoactivas y plantas, el debate público se llena de exageraciones, falacias y hombres de paja sobre el consumo de drogas. “¿Qué va a pasar con nuestros niños?”. “¿Por qué quieren que todos consumamos?” “Las drogas matan y destruyen familias”. “Hay que tratarlos como enfermos”. “¿Contratarían a alguien que consuma drogas?”. Y (esto es importante) son ejemplos que no sólo provienen de los sectores más conservadores. Son narrativas compartidas sobre las personas que usan drogas que, si no se empiezan a cuestionar, impiden avanzar realmente en el cambio de paradigma que ahora parecen impulsar sectores que se ven a sí mismos como progresistas.
El hecho esencial e irrefutable es que ya existe un mercado de drogas. Es ilegal, pero eso no impide que exista. En 2020 había al menos 284 millones de personas en el mundo que consumieron alguna sustancia psicoactiva declarada ilegal. Esto sin contar sustancias como el alcohol, la nicotina y la cafeína que a veces olvidamos clasificarlas como drogas por ser legales. Este consumo de sustancias psicoactivas no es nuevo (¡lejos!), ni tampoco ocurre solo bajo circunstancias que se perciben como negativas. El ser humano también consume drogas para sentir placer y bienestar, para relajarse, para estimular el pensamiento, para la autoexploración, para dejar de sentir dolor, para mantenerse despierto, para sentir euforia, para aumentar la conciencia sensorial, para desinhibirse. Pero la sanción social al placer y a la autonomía sobre nuestros cuerpos junto con el éxito de la narrativa de la guerra contra las drogas han logrado que las personas usuarias sean estigmatizadas, demonizadas y deshumanizadas.
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