Se habla a menudo de un cambio en la percepción social de las drogodependencias.
¿En qué medida, y en qué sentido, consideras que se ha
producido ese cambio? ¿Hasta qué punto ha tenido consecuencias en
el tratamiento de las drogodependencias?

Es cierto que se ha producido un cambio en la percepción social del
consumo de drogas, en la percepción que la sociedad tiene del hecho
mismo de consumir. Por un lado, se tiende a reconocer con más facilidad
que la droga forma parte de nuestra vida cotidiana, de lo que podemos
encontrar día a día en nuestro entorno habitual y en esa cotidianeidad,
el consumo de sustancias, la relación con ellas a diferentes niveles
se acepta con mayor naturalidad, lo que a su vez hace disminuir el
rechazo hacia el consumidor. La segunda manifestación de este cambio
en la percepción social del consumo de drogas es que el consumo aparece
como un derecho, que se asume que todos tenemos derecho a
decidir si consumimos o no. No se cuestiona el hecho mismo del consumo
sino, en todo caso, las consecuencias de esos consumos, que son
las que pueden hacer saltar las alarmas. En el campo asistencial, estos
cambios han facilitado que la abstinencia deje de ser la prioridad de
todos de los programas de intervención, sin que pueda en cualquier
caso decirse que haya desaparecido como objetivo en las intervenciones.

Estos cambios, a mi juicio, no pueden considerarse globalmente
positivos o negativos: hay que entenderlos en el marco de la evolución
de la relación que la humanidad ha tenido y tiene con las drogas, una
relación en la que siempre han existido aspectos negativos y aspectos
positivos. Entre las consecuencias positivas, yo destacaría que permite
un mejor conocimiento de los consumos lúdicos y de los mecanismos
de recompensa que subyacen a estos consumos. Entre las negativas,
una cierta banalización del consumo y mayores dificultades para asumir
la existencia de determinadas barreras (en cuanto a edad, sustancias,
patrones de uso…) que deben ser tenidas en cuenta.

Has abogado por complementar los enfoques psicoterapéuticos y farmacológicos
en el tratamiento de las drogodependencias. ¿Hasta qué punto es posible, y deseable, esa complementariedad?

La complementariedad entre esos dos enfoques es quizá una de las
necesidades más importantes que se han ido descubriendo a partir de
la práctica. Necesidad, primero, de comprender teóricamente las causas
del fenómeno: ¿por qué una persona consume una sustancia aún
cuando sabe que ésta le causa daño? Necesidad, también, a nivel clínico
de elaborar propuestas y de valorar la intensidad de los recursos y
de las intervenciones. El enfoque psicoterapéutico permite abordar al
individuo y a sus contextos, mientras que el psicofarmacológico permite
un cierto control de los síntomas, lo que posibilita a su vez avanzar y
obtener resultados del enfoque psicoterapéutico. No hay avance posible
en ese campo si no hay un cierto control de los síntomas. Hay que
decir por otra parte que se ha avanzado mucho en los últimos años en
lo que se refiere a la complementariedad de estos dos enfoques, gracias
sobre todo a las aportaciones de las neurociencias y, también, a la
adecuación profesional. Sin duda, los profesionales son quienes más
se han esforzado en aunar estos criterios a nivel de reflexión científica y
a nivel de estructuración del abordaje individual, lo que ha permitido
que esa complementariedad avance desde la realidad del trabajo práctico
de los profesionales.

A menudo, los programas libres de droga y los de reducción de daños
se han presentado como antagónicos. ¿Hasta qué punto ha sido, y es,
cierto ese antagonismo?

Esta confrontación responde a mi juicio a esquemas del pasado. Es cierto
que en los años 80 y 90 se produjo ese antagonismo, a consecuencia en
parte de una concepción del abordaje de las drogodependencias basada
en criterios morales y en la idea de que era posible la erradicación plena
de todas las sustancias. Hoy vemos que la propia realidad ha ido acercando
estas dos formas de entender la intervención, y que la complementariedad
ha surgido de la necesidad de aprovechar los aspectos positivos
de cada uno de los dos enfoques. Hoy vemos cómo cada uno de ellos
aplica herramientas y se centra en ámbitos que se consideraban propias
del otro; es decir, los programas de reducción de daños trabajan los
aspectos relacionados con los síntomas y con la propia sustancia, algo
que antes no tenían muy en cuenta, mientras que los programas libres de
drogas contemplan también la intervención sobre la persona y su contexto,
más allá del control del síntoma y de la propia sustancia.

La sociedad parece aceptar que existe un uso controlado y hasta saludable
de determinadas drogas, como el alcohol. A partir de tu experiencia
en el campo del tratamiento, ¿cabe un uso controlado de las drogas que hoy son ilegales?

Yo diría en primer lugar que no se pueden hacer análisis simples de
fenómenos complejos. Y el del consumo de drogas es un fenómeno
complejo en el que intervienen no sólo la sustancia y el individuo, sino
muchos otros factores relacionados con la percepción social, el contexto
histórico, o la situación sociocultural y hasta geopolítica. El alcohol
es un elemento que pertenece a nuestra civilización desde hace siglos,
y que se ha utilizado como elemento cultural, como parte de los factores
que configuran nuestra identidad, nuestra forma de funcionar y
nuestra forma de ser y estar en sociedad. De ahí que, a lo largo de los
siglos, hayamos aprendido a distinguir los diversos usos y a diferenciar
el uso lúdico, la intoxicación accidental, el uso excesivo ó la generación
de una enfermedad crónica como es el alcoholismo, etc. Probablemente
nuestra sociedad podría incorporar nuevas sustancias a ese bagaje cultural
y darle las mismas características, pero para ello deberíamos
hacer todo ese trabajo de adaptación y aprendizaje sociocultural, que
todavía no se ha hecho en nuestra sociedad. Por eso me parece excesivamente
simple esa idea del consumo controlado. Ello no quiere decir
que considere adecuada la persecución penal de la gente que se fuma
un canuto o que no me parezca posible que se pueda mantener un uso
prolongado de ciertas sustancias, como el cannabis, sin experimentar
daños irreversibles o de gravedad. Ahora bien, también es cierto que,
justamente por ese desconocimiento, no conocemos y tan solo intuimos
algunos de los efectos puede tener a largo plazo el consumo masivo
de cannabis por ejemplo en personas jóvenes.

¿Cuáles son a tu juicio las principales carencias o lagunas que presenta
hoy día la red de atención a las drogodependencias en la CAPV? ¿En
qué dirección debería evolucionar?

Euskadi realizó en su día una apuesta muy importante por establecer
una red de atención a las toxicomanías dentro del sistema público de
salud y, más concretamente, dentro del dispositivo de atención a la
salud mental; sin ser triunfalistas, puede considerarse que en Euskadi
existe una buena red de recursos asistenciales para el tratamiento de
las adicciones. Ello no impide ver lagunas importantes: una de ellas es,
a mi juicio, cómo plantear un buen trabajo con recursos complejos y
múltiples con los adolescentes que, sin ser toxicómanos, están realizando
consumos problemáticos, y con sus familias. Para estos jóvenes,
ni los servicios de salud mental infantil ni los recursos de atención a las
drogodependencias están teniendo respuestas adecuadas; incluso en
el V plan de Drogodependencias del Gobierno Vasco se alude a esta
necesidad. Otra necesidad sería la de afianzar los recursos psicoterapéuticos
en la atención a las drogodependencias (y a la salud mental en
general), de forma que el tratamiento no tenga un componente meramente
farmacológico. Por otro lado, es posible que en la CAPV exista
una cierta desconexión entre el trabajo preventivo y el que se realiza a
nivel de intervención, debido en parte a la distribución competencial
que existe. Esa desconexión podría generar problemas en el futuro y
creo que sería necesario asumir que hay elementos que deben trabajarse de forma coordinada.