La propuesta de «comenzar a debatir» sobre una eventual legalización del comercio local de la marihuana apunta a que, con el tiempo, caigan todas las normas que hoy lo hacen penalmente perseguible. El planteo no es nuevo, pero, además, tiene numerosos partidarios. La cuestión es la de hasta dónde se puede decidir al margen de los grandes circuitos internacionales de la droga.
Haciendo suya una propuesta de militantes jóvenes, el Partido Socialista dispuso que la dirigencia de la colectividad lleve adelante (a nivel público y parlamentario) un debate sobre la legalización de la producción, venta y consumo de marihuana.
La moción fue aprobada por el Comité Ejecutivo y por estas semanas comenzaba una etapa de contactos con el resto de los parlamentarios y con la Junta Nacional de Drogas para auscultar el alcance del consenso que los promotores de la idea habrían obtenido en conversaciones informales.
Por una cuestión de recursos nuestro país no es, ni puede ser represor total en el comercio de la droga. No lo es de quien la consume en el entendido de que quien desea hacerlo, en todo caso, se hace responsable por su salud y por las relaciones que puedan surgir con su entorno una vez asumida la condición de adicto. Esa adicción, para la percepción oficial, implica una debilidad que merece, en vez de una respuesta punitiva, la asistencia clínica del caso. Se adopta la misma actitud que con respecto a las bebidas alcohólicas, que tienen efecto de droga -según se las mire- pero disfrutan del permiso social e incluso de un folclore que las festeja.
Para la ley uruguaya es reprimible, en cambio, el distribuidor, individuo o conjunto de estos que, abusando de la dependencia, a veces acuciante, del consumidor, se enriquece a su costa y a la de otros que lo están esperando para recibir el producto. Por ello es que, incluso por razones prácticas, sería imposible castigar penalmente a las decenas de miles de consumidores, jóvenes y no tanto, que forman legionaria clientela.
Ha ido creciendo, a nivel de intelectuales, un discurso tan cuestionador como otro permisivo. Propone que impedir o perturbar el libre consumo no sería más que la expresión de un poder social represivo que suele vivir de espaldas a las actitudes “liberadoras” del espíritu humano. Apunta, así, a generar un sentimiento de culpa en quienes siguen sosteniendo que el alucinógeno es desquiciante y que, con su contralor, se protege a más ciudadanos que aquellos a los que teóricamente se quita la droga de las manos.
Tengamos en cuenta que solo se está preconizando la libre circulación de la marihuana -la llamada cannabis sativa-, cuya eventual incidencia perniciosa en el carácter y salud de las personas sería mucho menor a la de drogas como la heroína, el crac, la pasta base e incluso la cocaína. Más allá de que quienes proponen esa exención normativa confiesan ser consumidores ellos mismos, empezar por las sustancias menos dañinas no garantiza llegar a la solución -posible- de concentrar el tráfico solo en esa droga.
Gente que tendría por qué saberlo -hasta conoce «cuánto se vende» en cada festival de rock- ha dicho que la liberación del comercio de marihuana tiene como objetivo, por razones de competencia empresarial clandestina, distorsionar el mercado de la pasta base, un área con mercado firme que tienta de continuo a los traficantes. Sin duda tienen, esas complejas redes, una interna complicada que escapa, en sus detalles, al hombre de la calle, pero puede explicar el auge de la droga, su crecimiento y la aparente ineficacia de las reparticiones, nacionales y mundiales, encargadas de desbaratar los circuitos distribuidores.
Es la férrea solidez de este submundo, al que le sirve que todo siga como está, el enemigo más fuerte de la liberación del tráfico de la marihuana. Aunque creemos en el principio ético de que consumir drogas es negativo para el cuerpo, la mente y el espíritu, debemos aceptar que este, hoy, está menoscabado por lo masivo del consumo y una innegable cuota de hipocresía social. Ello está obligando a admitir formas de consumo libre, pero la cuestión es que de allí a la aceptación total del vicio no quedaría un camino muy largo por recorrer. Entonces sí, las consecuencias pueden ser imprevisibles.
Por eso, este tema deberá ser objeto de una profunda discusión en el seno de la sociedad uruguaya.