El efecto calmante y la euforia que proporcionan los analgésicos opioides impactan de forma inmediata en el sistema nervioso central de quien los toma, con una intensidad equivalente a la potencia relativa de cada fármaco. De esa potencia relativa depende la rapidez con que la sensación buscada llega al cerebro. La potencia de la hoja de coca, por ejemplo, para distorsionar las percepciones -se masticaba para eliminar el frío, el hambre o la fatiga-, es muy inferior a la del polvo de la cocaína, que, esnifada, alcalza el cerebro en pocos segundos.

De estos procesos depende la posibilidad de que surja una dependencia. Si la toma de un analgésico opioide ha inducido bienestar, de forma casi inconsciente pero definitiva el paciente se prometerá hacer todo lo posible por repetir la experiencia. Esto mismo es lo que ocurrió a los fumadores de opio, el jugo de la adormidera del que surge la morfina y la media docena de fármacos que componen esta familia terapéutica.

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